La democracia es como la vida, tenerla es mejor que no tenerla, aunque no todas las vidas son dignas y plenas. Como la vida, la democracia puede ser una pesadilla, cuando se desarrolla en condiciones mínimas en medio de la incertidumbre del mañana. “Vivir bien” tiene su correlato en gozar de una “buena” democracia. No es problema sólo de votos o de mayorías aplastantes. Una victoria, en la guerra o en las contiendas electorales, por muy abrumadora que sea, no es motivo para cercenar los derechos básicos, ni el éxito económico puede ser una coartada para degradar la calidad de la democracia.
La historia muestra gobiernos que asumieron el poder tras ganar elecciones democráticas, en muchos casos en situaciones de crisis extrema, pero que luego atentaron contra los derechos del pueblo que los había respaldado, llegando incluso a cometer crímenes atroces contra la humanidad. Ahí están Hitler, Stalin y Mussolini para recordarnos cuán fácil es pasar del consenso popular, al despotismo y al totalitarismo, que a veces radican en los genes de una nación.
En situaciones como las que se vivieron en la Europa de la primera mitad del siglo XX, las grandes mayorías, seducidas por la astuta propaganda oficial, continuaron respaldando a esos regímenes hasta que las derrotas bélicas en un caso y económica en otro, les abrieron los ojos. Sólo un selecto grupo de intelectuales (filósofos, artistas, científicos, religiosos y políticos de cepa, en primera línea) supo leer desde un comienzo los riesgos de gobiernos con amplios consensos populares y con escaso espíritu democrático.
Estas reflexiones vienen a colación a propósito del manifiesto “Del despotismo que tenemos a la democracia que queremos”, publicado el pasado domingo en Página Siete con la firma de un grupo de veinte distinguidos intelectuales.
Desde luego, no pretendo aplicar literalmente las reflexiones anteriores a la situación actual de Bolivia. Estoy convencido, y lo he sostenido varias veces, que hoy en Bolivia se goza de una aceptable libertad de expresión y de prensa, aun cuando no faltan indicios de “maniobras envolventes” para limitar su alcance, por ejemplo mediante la compra o control de varios medios, otrora más opositores que “independientes”, mediante el uso discrecional de la publicidad de instituciones del Estado y limitando el acceso a la información pública. Ni qué decir de la descarada manipulación gubernamental de la justicia. No sirve decir que “todos los gobiernos lo hicieron” porque, por un lado, el discurso del “cambio” debería traducirse en acciones virtuosas y, por el otro, como en el cuento, “todos hacen pis en la piscina, pero no …desde el trampolín…”
Por tal razón, considero que el objetivo del manifiesto de marras no es electoralista sino crítico del ejercicio democrático del actual gobierno, en la medida en que llama a las conciencias a “vivir bien” la democracia y no permitir eventuales desvíos totalitarios en Bolivia, como se han dado en Venezuela, donde la crisis económica ha provocado la caída de caretas seudodemócratas.
El manifiesto acierta en individuar el mayor peligro para la democracia boliviana en el “despotismo”, esa actitud soberbia del poder que no tolera disidencia alguna en el seno de su propia organización política, pero que, al mismo tiempo, busca cooptar al mayor número de fuerzas sociales sin reparar en los medios, y llega a hostigar a toda persona o institución que amenace, aunque sea sólo moralmente, la perpetuación del poder.
Si el manifiesto provocara tan sólo una conversión de los actuales gobernantes hacia una vocación democrática plena, habría cumplido con creces sus objetivos.
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