En Santa Cruz, Diego, el ingeniero, está "con el ojo en tinta". Por el golpe de puño que le dio un subteniente de policía y por la bronca de recibirlo sin derecho al pataleo. La "autoridad" actuó en función del uniforme. Con la misma prerrogativa le decomisó la licencia de conductor aunque no cometió ninguna infracción de tránsito. Y con el refuerzo de otros policías, la "autoridad" arrestó también al testigo que los filmó con un celular, para que no haya prueba del atropello. Diego estuvo "arrestado" durante tres horas, perdió tres días de trabajo por el incidente y perderá otros diez por prescripción del oculista. Es que la autoridad manda.
En Cochabamba, muchos están "con el ceño fruncido" porque los obligarán a cambiar su vieja costumbre de curar los lunes el "ch’aqui nuestro de cada semana". Sus concejales pretenden privarles del gustito de rociar con chicha o cerveza los abundantes, coloridos y picantes platos de su rico acervo culinario. Y dejar a miles de cocineras, garzones, cuidadores de vehículos, pastilleras y muchas gentes más sin el negocio con el que llenan la olla propia. Es que sus autoridades mandan, aunque sea su derecho.
Mientras tanto, a miles de productores y vendedoras de papa, tomates, cebollas y demás yerbas de los mercados "les tiemblan las rodillas" porque una ministra les advirtió que se castigará hasta con seis años de prisión a los que eleven los precios de sus productos por culpa del segundo aguinaldo. La autoridad dice que controlará la inflación a látigo.
Los que tendrán que pagar se "devanan los sesos" para financiar el "aguinaldo carnavalero" con que los artífices de la "bonanza económica" decidieron premiar a los "trabajadores del sector productivo". Parlamentarios, policías y militares felices. Las otras gentes, discriminadas porque su trabajo no aporta nada al crecimiento del PIB, se preparan a pagar factura ajena. La autoridad dice que así nomás es.
Es que la autoridad tiene derecho, para eso es autoridad, a ejercer libremente el "maravilloso instrumento del poder", por mínimo que sea. Desde la cúpula hasta el de menor rango en el escalón jerárquico, el de arriba tiene las riendas y el látigo. No interesan derechos legales, capacidad profesional, intelectual ni principios o valores éticos y morales. En muchos casos ni siquiera sentido común. El cargo está casado con la autoridad.
Cualquiera que está donde está, por circunstancial que sea su cargo y su título, pretende hacerlo valer, aunque no valga nada. Y se cree con derecho a ordenar, aunque su jerarquía sirva sólo para solapar mediocridad y mantener una de las características más marcadas de la idiosincrasia nacional, que abona camino a los autoritarismos.
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