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Domingo 24 de noviembre de 2013

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Cultural El Duende

Del libro “Un hombre sentimental”

El gordo de La Paz

24 nov 2013

Gonzalo Lema

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Tercera y última parte

e.

–No tema –dijo Marvic Jr.–. Siempre tomo así en el almuerzo. Y en casa de mi padre era peor. Antes de que supiéramos que andaba mal del corazón tomábamos entre tres y cinco botellas del tinto. Él, yo, déjeme ver... una copa mi madre, dos o tres mi hermano, y Michelle, mi cuñada... Además usted no es corto de manos. ¿De cómo cuernos lo asignaron a este caso?

Marvic Jr., el sapo de la papada floja y la mirada perdida, desparramado como estaba en una cómoda aunque angosta silla de respaldar alto, me hablaba desde el fondo estático de sus ojos negros, con estilo y tono ventrílocuo. El nudo de la corbata se le había desplazado a un costado del cuello, y hacía rato que su frágil peinado se le había ido sobre la frente.

–La semana pasada me la pasé buscando a una adolescente ansiosa de amar. Tenía todo en su casa, incluso hidromasaje en su baño y unos perros enormes, de pelo largo, que yo sólo había visto en películas. De pronto desapareció. Yo abrí su mostrador en busca de pistas y encontré que su talla era seis en americano. Imagine qué mujerón. Bueno. El padre me metió un montón de dinero al bolsillo para que apresurara la búsqueda. La hallé en las faldas de un anciano, amigo de su abuelo paterno, otorgándole la franquicia respectiva para que le recorriera la piel con mano lenta. Me imagino que por méritos.

–¿Del viejo?

–No, míos. Digo que me asignaron a este caso por méritos. Es del mismo rubro que el anterior, por lo demás, salvo ligeras variantes.

Llegamos a las 11:30 y empezamos, por orden suya, de la siguiente manera: whisky sour, dos rondas. Entonces me quité la corbata negra del uniforme y la embutí en uno de los bolsillos de mi saco. Ahí llegó un cóctel de algo en una copita de champagne, con una salsa blanca que apenas alcanzaba a cubrirlos enteros. Después pidió crema de espárragos y yo le cambié el color echándole un montón de llajua. Ya no pude con el segundo plato que además llegó con un jugo color café bastante grosero. Entre plato y plato mucha gente perfumada estrechaba la mano de Marvic Jr. y le ofrecía ayuda. Ninguno reparó en mí.

Después las siete botellas del tinto.

–Sigamos tomando –dijo, los ojos levemente irritados–. Mi vuelo sale a las seis.

–Pero esta tarde puede pasar un montón de cosas...

–¿Usted cree que yo podría detener al gobierno? ¿Verdad que no? ¿O ablandar a los secuestradores? Dígame lo que puedo hacer.

–Quién hereda todo...

Los postres nos llegaron en una curiosa mesa pequeña provista de ruedas y una caja de vidrio antimoscas. Los pasteles, las gelatinas de colores y los budines, las cremas y las tortas esperaban al fondo con aire de cadáver.

Marvic Jr. también tenía aire de cadáver.

–¿Por qué me odia? –me preguntó suave, sin mover un sólo músculo de su cara ni de su cuerpo.

No dudé antes de clavarle un cuchillazo más.

–Odio a los ricos. Me parecen lo más hediondo después de la caca de perro pisada.

No modificó la expresión de su rostro. Siguió aplastado contra su asiento como si todavía esperara mi respuesta.

–Me ha oído? –le pregunté–. No me gustan en ningún instante de la vida. Cuando los encuentro con problemas casi siento satisfacción. Pero preferiría no encontrarlos.

–Usted se hace al duro –me dijo. La voz le salió por la oreja derecha–, pero en realidad es un blando confundido en la mugre. ¿Quiere mi opinión? Nosotros, los ricos, sentimos dolor de estómago con gente como usted. Preferimos un delincuente, o un mendigo, a tipos que todavía creen mantener la decencia de no ser ni lo uno ni lo otro sin ser más que eso. Exactamente como usted.

Respiré profundo y luego vacié mi copa de un solo impulso. En ningún momento, mientras me hablaba, le quité los ojos de encima. Fugazmente pensé en la posibilidad de que me dejara con la cuenta.

–Estoy de acuerdo en todo lo que me dice –le dije, con problemas en la lengua–, menos en un punto: los delincuentes son siempre ustedes. Pero además me olvidaba decirle que ustedes son gente que duele al país. Basta que respiren para que brote otro pobre por ahí. ¿Por qué no paga y nos vamos? A usted lo espera un velorio.

f

–¿La gente como usted –me preguntó– por quién vota en las elecciones?

Era las cinco de la tarde y unos minutos. Marvic Jr. y yo nos encontrábamos en una de las mesas del fondo de la cafetería del aeropuerto frente a sendas tazas de café. Habían más mesas ocupadas alrededor nuestro pero nadie, esta vez, se acercó a estrechar la mano del sapo.

Su pregunta no distrajo mi mirada del avión parqueado al fondo. Era uno de color metálico oscuro, con letras negras, la mitad de un jet comercial, de alas rectas y panzón. Nunca supe de sus marcas y modelos. Cuando era chico tenía la costumbre de clasificar a los de mi edad según esa afición: los que sabían de aviones, mis desconocidos; los que no sabían ni les importaba, jugaban en mi equipo.

–Yo soy de Siles, el Falso Conejo, y del Brasil 82, con Falcao, Sócrates y Zico. Nunca me olvidaré de ese período, entre otras cosas porque por ahí terminó lo del Derecho para mí. Después de la valentía de Siles, no veo nada. Yo creo, además, que la democracia no nos toma en cuenta.

–A quienes...

–A los pobres –le dije, rápido–. No nos toma en cuenta porque hay una apropiación del sistema, una dictadura de los políticos. ¿Usted qué cree?

Marvic Jr. hacía enormes esfuerzos por mantener los ojos abiertos. Nueve del tinto. Casi de un salto se zambulló en su gran taza de café. A los segundos, con la boca aún teñida, me dijo:

–No entiendo nada.

–Ustedes no votan –le dije–: invierten, por eso no entienden. La democracia debía ser de y para los pobres. Nos gusta su aire aunque no nos dé nada a cambio. A ustedes no tiene por qué gustarles.

–No se cansa de pelear –dijo el gordo desde el fondo de su taza–. ¡Dios, qué mal me siento! Debe ser el vino.

–Por supuesto, pero podría decir que es la pena. Un ciego apareció por la puerta: lentes redondos y negros, bastón blanco de aluminio, un perro y una niña por detrás. Vendía lotería a gritos rítmicos, cada treinta segundos. Marvic retorció su cuello para mirarlo.

–Será entre hoy y mañana –dijo mirando al ciego que acababa de introducir su bastón entre las polleras de una chola sentada–, aunque estos operativos se realizan normalmente por la madrugada. ¿Qué opina de las guerrillas urbanas?

–Que germinarían muy bien en El Alto de La Paz.

–¿Estará allí?

–Tal vez, quién sabe.

–Hágame un favor, Blanco: sea cual sea el resultado, visíteme en La Paz. Mi teléfono está en la guía, igual mi dirección. Aunque no crea, en todo este día he comprendido más acerca del secuestro que en los siete restantes.

–Agradezca a los pichones...

–Ya lo hice –me dijo, como aburrido–. Y a usted, por su paciencia.

–Bueno.

Los parlantes llamaron por tercera vez a los pasajeros. Marvic se quitó, sacudió y volvió a vestir el saco. Sacudió la cabeza y se peinó con los dedos. Tenía los ojos irritados.

Un hombre canoso, vestido de gris, de esos que hacen suspirar a las gordas y a las flacas, le dio la mano y le susurró algo al oído. Luego se volvieron a dar la mano. Estuvo a punto de estropear el lustrado de mi zapato.

Marvic volvió a considerarme.

–No se olvide de mi invitación.

–No me olvidaré.

Y desapareció. Desapareció para siempre de mi vida.

Fin

Gonzalo Lema Vargas. Tarija, 1959.

Novelista y narrador.

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