Miercoles 13 de noviembre de 2013
ver hoy
Regresaba de Potosí y al tratar de proseguir viaje de Oruro hacia otra ciudad del interior, me topé con una situación inesperada. ¿Saben qué? Había largas filas al frente de cada boletería de pasajes. Nunca vi un fenómeno semejante ni siquiera en Año Nuevo o en Carnaval. A todas partes se distribuía la gente; eso quiere decir que en los días precedentes esa misma gente se trasladó a alguna parte para esperar a las almas.
Cuando la demanda excede a la oferta, es sabido que los dueños hacen su “agosto”, sin considerar siquiera – como esta vez - a los visitantes del más allá, en cuyo homenaje una muchedumbre se movilizó. La elevación del pasaje no era el único inconveniente; tampoco molestaba mucho el tener que acomodarse al horario. Hubo otras contingencias más feas. Por el ejemplo, el vehículo que abordé era un armatoste destartalado, sucio y maloliente; ya cumplió su vida útil, pero lo siguen explotando hasta que de por sí se pare.
Toda vez que viajo, como pecador que soy, ruego a Dios que no me castigue con una compañía indeseable a mi lado. Que no sea uno de esos que ocupan doble espacio; una madre con guagua de pecho, un ebrio que se recogió directamente de la cantina o un estentóreo roncador sin tregua. Es duro soportar por varias horas ese suplicio. De yapa, los pasillos se llenan de pasajeros y al grito de: ¡video, video! se enciende el horroroso aparato para ver alguna violencia estrafalaria, muy al gusto del “soberano”. ¿Y los verde-olivos? Tal vez aún guiaban a los difuntos.