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Domingo 10 de noviembre de 2013

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Cultural El Duende

Del libro “Un hombre sentimental”

El gordo de La Paz

10 nov 2013

Fuente: LA PATRIA

Gonzalo Lema

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Segunda de tres partes

c.

Salimos del despacho del coronel Galvez sin que él intentara retenerme ni un minuto tras la puerta para decirme lo que pensaba del gordo. Salí y cerré la puerta, eso fue todo, y en las gradas tuve conciencia de que, pese a la hora, me moría de sed.

Marvic, que continuaba delante mío, bajaba las gradas temeroso de ensuciarse el saco en las sucias paredes del edificio debido a la estrechez de todo. Tenía quince sueldos de obrero metidos en el traje, y unas ganas de vomitar que le sacudían la papada.

Después de las gradas pasamos por los baños de los detenidos y un olor nauseabundo me pareció que teñía a lila la cara del gordo. Del fondo de una celda oscura como muela cariada, alguien me insultó con cierto cariño. ¿No existía otro camino para llegar a las celdas de los terroristas?

De pronto, Marvic Jr. se dio la vuelta y me habló:

–¿Están muy golpeados?

–Reventados –le dije, también parado–. Tal como usted lo pidió.

–No sea cruel –me dijo.

La papada se le sacudió levemente

–Es mi padre. ¿Usted no tuvo padre?

–Lo tuve –le contesté rápido–, pero él no tuvo un hijo.

La respuesta desconcertó a Marvic que no estaba para eso. Nuevamente comenzó a andar por el pasillo. Tenía las nalgas fláccidas.

Unos metros después nos ubicamos frente a una puerta de madera que cortaba el tránsito.

–¡Alto! –grité con ánimo de asustarlo–. Ésa es la puerta. Adentro están los muchachitos. Le aseguro que no tienen figura humana. Con el Código Civil Santa Cruz no gozarían de protección legal alguna.

Marvic se llevó las manos a la cabeza.

–Aquí tampoco –dijo, siempre con voz horrible.

Luego bajó el volumen–: ¿No podemos hablar a través de la puerta?

–Podemos, naturalmente –dije. Con los nudillos golpeé un par de veces en la gruesa madera. Luego llamé a uno de ellos por su nombre. Cuando éste me contestó, yo me identifiqué:

–Soy Blanco, Apaza, Santiago Blanco. Estoy con el hijo del secuestrado en La Paz. Él no quiere verles la cara porque se le quitaría el apetito, pero en cambio tiene mil dólares si ustedes le aflojan algo sobre su padre. Yo garantizo.

La respuesta salió lenta, arrastrándose desde lo más profundo del otro lado.

–Usted es tan hijo de puta como los demás. No se haga.

–Desde ahora no más agua y los cago –le contesté, la boca pegada a la puerta–. El señor quiere hacerles unas preguntas. Los dejo hablar.

Marvic Jr. carraspeó.

–Apaza –dijo, como si existiera un tono para sobornar. Luego, mirándome a los ojos, continuó: –mi padre es un industrial, un hombre muy querido y respetado en los barrios populares, en la familia deportiva del país. Nunca hizo daño a nadie. Si lo que ustedes quieren es dinero, yo se los doy, pero no sigan ocultándolo.

La respuesta tardó demasiados segundos en arrastrarse hasta nosotros.

–Lo que usted dice ya lo leímos en el periódico.

Sería más interesante si nos dijera algo nuevo. Por ejemplo, cómo logró el dinero suficiente para la piedra fundamental de su industria. Pero eso tampoco nos importa porque no tenemos relación con el caso de La Paz. Nosotros ponemos bombas, no secuestramos maricones. Pregunte a otros.

Entonces me miró Marvic Jr.

–No ponga esa cara –le dije, apoyando un hombro en la pared sucia–. No me dirá que no lo sabía.

–Qué.

–Que su padre era rosca izquierda.

–Usted –me dijo, con el índice acusatorio–, pobre diablo, piojo hediondo, no es quién para hablar así de mi padre. Cojudo.

Era verdad. Le di la espalda y me dirigí, por el corredor, hacia el patio central donde los oficiales tomaban el sol mientras se mordían el bigote.

Marvic Jr. me alcanzó varios minutos después. –Les he pasado unos pesos por bajo la rendija –me dijo. Tenía el saco doblado en un brazo y el nudo de la corbata flojo–. Le invito a comer salteñas.

Salió delante mío. Tenía el costado del pantalón manchado con polvo de yeso de la pared.

d.

Marvic Jr. era de esos paceños acostumbrados a comer salteñas a las 10:30 de la mañana en cualquier boliche de su ciudad. No podían importar demasiado las penas ni las alegrías frente a ellas. Las tomaba con el pulgar derecho y el índice y se las zampaba en dos tiempos. Encima coca cola, la infaltable; un eructo y a la materia. Casi daba rabia que fueran tan groseros como los pobres albañiles.

–¿Qué sabe usted sobre el secuestro?

–Mucho menos de lo que sabe el ministro del interior –le dije todavía mirándole la boca–, y algo más de lo que sabe Paredes.

–Quién es Paredes...

–El capitán del “team” rojo.

–Oiga, agente –me dijo con cara de estar repitiendo el sabor de la salteña–: deje de hincharme las pelotas. Cumpla con su deber y sea más solidario con mi pena.

–Como usted ordene.

Todo eso con voz horrible.

Me quedé impresionado mirándolo a los ojos. –A que se lo aprendió de memoria...

–Lo que usted va a aprender de memoria es el golpe que pienso darle –dijo–. Qué poca cosa resultó usted.

Yo me callé. Él se calló. Tenía las orejas menudas y los lóbulos súper delgados. No eran orejas de millonario.

El mozo nos trajo la cuenta cuando aún naufragábamos en el silencio, por eso seguramente Marvic Jr. pidió dos gaseosas más.

–La policía sabe más del secuestro de lo que me cuentan. Saben, por ejemplo, que mi padre no saldrá con vida de esto. Por ninguno de los dos lados.

–¿Qué lados..? –pregunté.

–El de los secuestradores y el de la policía.

Yo dejé de tamborilear sobre la mesa.

–No entiendo por qué –dije.

–Mi padre ya es, prácticamente, un hombre muerto –dijo el sapo mirando una luna inexistente.

–Por qué dice esas cosas –dije, súbitamente blando.

–Por deducción –me dijo, todavía mirando hacia el cielo–. La policía es lo más cabrón que existe.

–No se olvide de la política.

–No me olvido.

Su cara se inundó de una tristeza profundísima.

Ahora que lo pienso, casi puedo asegurar la sinceridad de su amargura. Dejó caer ambos brazos a los costados de su cuerpo y quedó así, derrotado y expuesto ante mi persona.

No duró mucho, sin embargo. Casi en el acto se recompuso y volvió a aparecer erguido ante mis ojos.

Me puso nervioso su mirada insistente. De rato en rato miraba mis manos como si estuvieran teñidas de sangre, luego se concentraba en mis ojos, y otra vez en mis manos. Alguien dejó caer a Emmanuel en el tocadiscos.

Sequé el vaso de gaseosa.

–Qué quiere que haga por usted –le dije con tono policiaco.

–¿Usted? –me preguntó abriendo los ojos y achinándolos al mismo tiempo–. No me haga reír. ¿Qué podría hacer por mí? Ni siquiera pagar esta cuenta, le aseguro.

No me dijo nada más pero continuó mirándome con asco. Me sentí una verdadera mierda.

–No conozco a su padre –alcancé a decir–, y disculpe lo que dije en las celdas. No tengo la menor idea sobre el secuestro y menos sobre su desenlace. Si quiere me lleva a La Paz y yo lo colaboro. Si quiere. Si no quiere, le aseguro que aquí está perdiendo el tiempo.

Me dejó hablar sin interrumpirme para nada.

Hubiera deseado decirle algo más pero entonces me pareció excesivo.

–Ya está casi muerto. Los secuestradores están perdidos. Ni largándolo salvarían sus vidas y por eso no lo largarán. La policía ha tendido un cerco del que ninguno podrá salir vivo. Ni mi padre. Todo servirá para escarmiento. Mi padre es un hombre muerto.

No hubo necesidad de preguntarle quién le ayudó en las deducciones.

Estuve a punto de aflojarle mi sentido pésame.

Continuará

Fuente: LA PATRIA
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