Al inicio del mes de noviembre coinciden varias celebraciones que tienen relación directa con la muerte. La Iglesia Católica celebra el día primero la fiesta de Todos los Santos y el día segundo la conmemoración de los Fieles Difuntos. Ambas tienen una tradición más que milenaria. Ya desde el inicio de la Iglesia muchos cristianos murieron mártires como testigos de la fe. De aquí surgió la veneración espontánea de los fieles hacia ellos y hacia otros cristianos de vida ejemplar.
El Papa Gregorio III (+ 741) trasladó la fiesta de Todos los Santos al 1 de noviembre. Un siglo después, en el año 840, Gregorio IV la extendió a todo el orbe católico, incluyendo también a quienes no han sido reconocidos oficialmente como santos, pero han dejado una estela estimulante de santidad. Muchos de ellos fueron martirizados y gozan ya de la presencia de Dios, aunque gimen todavía, esperando que se complete el número de los elegidos (Ap 6, 9-11). Por eso la celebración de esa fiesta debe alimentar la esperanza cristiana en la justicia divina.
La conmemoración de los fieles difuntos obedeció al deseo natural de recordar a todos los parientes, amigos y bienhechores fallecidos y mantener con ellos lazos de solidaridad, pidiendo a Dios por los que se encuentran en el estado de purificación. Ya en la Biblia se nos habla del sacrificio que ofreció Judas Macabeo por sus soldados que lucharon y murieron valientemente defendiendo al judaísmo. Sin embargo llevaban también ídolos protectores y por eso Judas con buen criterio pidió a la comunidad ofrecer sacrificios de reparación para que Dios les borrase el pecado de la idolatría (2 Ma 12, 38-46). San Odilón, abad de un monasterio de monjes de clausura en Francia, comenzó a celebrar esta fiesta el 2 de noviembre.
Esta celebración vino a coincidir en Sudamérica con el final del mes de octubre, en el que los pueblos andinos dedicaban especialmente a sus muertos. Antes de la llegada de los misioneros acostumbraban a sacar de la tumba a los difuntos, vestirlos, engalanarlos y pasearlos en andas por la población. Era una manera espontánea de mantener con ellos vínculos de solidaridad, mostrando así también la creencia en la inmortalidad. La Iglesia, si bien compartía esos valores, sin embargo prohibió esas costumbres por su carácter macabro con peligro de infecciones y profanaciones. Restos de esta tradición se ven todavía en algunos lugares del Altiplano en la devoción a las calaveras o “ñatitas” como popularmente se las llama.
En Sudamérica en las últimas décadas se ha añadido a estas celebraciones la fiesta del “Halloween” con antiguas raíces europeas. Su origen se sitúa en las islas británicas. El 31 de octubre, al terminar el verano y comenzar el frío invernal se veneraba al señor de los muertos, Samhaim, el diablo, quien permitía a los difuntos despertar y regresar a sus casas para exigir ofrendas humanas, animales o vegetales, que eran ofrecidas por los sacerdotes druidas como sacrificios al diablo. Esta fiesta, al celebrarse en la víspera de la fiesta católica de Todos los Santos (“All Hallow’s Even”), adoptó ese nombre que con el tiempo pasó a ser a “Halloween”.
Los emigrantes irlandeses al llegar a Estados Unidos trasplantaron allí esta fiesta, que ha adquirido gran importancia comercial ya que se hacen gastos enormes en disfraces de brujas, de difuntos o de “zombis”, decoraciones, comidas, bebidas, bailes etc. Se calcula que en 2013 unos 158 millones consumidores han gastado casi 7 mil millones dólares, incluyendo esqueletos de tamaño natural y otros objetos macabros.
Frente al peligro de perder o banalizar la fe, la Iglesia recomienda a sus fieles no participar en celebraciones que puedan desnaturalizar la visión cristiana de la muerte, superficializando o ridiculizando sus aspectos religiosos, sociales y humanos. Más bien se invita a promover con creatividad la celebración de los santos, recordando y recreando sus vidas y pidiendo su protección para seguir sus enseñanzas y ejemplos.
En relación con los difuntos la Iglesia se pueden potenciar los aspectos culturales rescatables, por ejemplo las mesas (mast’akus) con recuerdos, alimentos y símbolos en honor de los muertos pero sin caer en ingenuidades infantiles como la identificación de las almas con algún insecto que vuela o con las plantas que se mueven cuando sopla el viento. Por supuesto hay que subrayar la oración y el ejercicio de las buenas obras, ofreciendo limosnas y ayuda a las personas necesitada y evitando gastos escandalosos, actos inmorales y excesos en bebidas.
Estas celebraciones bien realizadas pueden y deben incrementar las virtudes de la fe y la esperanza en Cristo Jesús, nuestro único Salvador, garante de la resurrección de los muertos. Supliquémosle que nos envíe su Espíritu de oración al Padre para suplicar que por la intercesión de la Virgen María y de los santos, un día podamos reunirnos con nuestros queridos difuntos en el Reino de la Luz y de la Paz.
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