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Domingo 27 de octubre de 2013

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Cultural El Duende

Del libro “Un hombre sentimental”

El gordo de La Paz

27 oct 2013

Gonzalo Lema

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Primera de tres partes

a. La primera vez que supe que en La Paz los sapos hablaban, yo estaba en mi cuarto de la calle Calama 826, frente a la pantalla doce pulgadas, blanco y negro, que mi tía tuvo a bien dejarme al momento de partir para siempre de esta vida. Marvic Junior vociferaba desesperado y su papada floja sabía muy bien lo que era eso. Estaba pálido y sudoroso, como si los reflectores le causaran un miedo único, y sus palabras sólo a duras penas lograron expresar que su familia pagaría el monto del rescate por su padre secuestrado. Todo eso sucedía en La Paz y yo estaba bien lejos, en Cochabamba. La noticia no era de mi incumbencia.

Sin embargo volví a saber del caso al día siguiente, en la policía, cerca a media mañana, cuando un grupo de tenientes especulaba sobre el posible monto y los posibles autores. Podían ser chilenos, decía alguno, porque en el momento de empujar a Marvic dentro la furgoneta alguien descerrajó un “¡concha de tu madre!” que ya era noticia en los matutinos paceños. Después los tenientes se cansaron de tomar sol y desaparecieron en sus respectivas cuevas. Yo hice lo propio.

La tercera vez me causó asombro. Había terminado mi turno cuidando sin problemas la chirola con los detenidos, y había comido en el mercado un buen plato de fritos de panza con arroz, más ahogado. Todo estaba bien y así lo tenía de claro en el momento de echarme en mi catre frente a la pantalla: el trabajo, la barriga, el alquiler del cuarto pagado, una cama limpia y un televisor sobre la cómoda. Con esa tranquilidad decidí por un bullicioso programa deportivo. ¿La noticia? Los jugadores de la roja condenaban lo sucedido y apoyaban a su dirigente en todo aspecto. “Era el mundo de hoy”, decía el periodista con voz de circunstancia: “Negocios, mucho dinero, básquet, secuestro, todo junto”.

La cuarta vez, y me costó esfuerzos creerlo, escuché del secuestro debido a dos bombazos en una provincia próxima. En la pega se rumoreaba que terrorismo y secuestro eran hermanos siameses y que tomaría muy poco tiempo descubrir el tejido. Por entonces ya se tenía a dos pichones universitarios cantando inclusive pavadas, y muchas direcciones y pistas para dar con los verdaderos autores. Trabajo de rutina. Yo fui comisionado en el asalto a la supuesta casa de seguridad. Hasta ahí todo normal. Cien puntos.

Pero el caso Marvic empezó oficialmente para mí el siguiente lunes a las 7:30 de la mañana. Comisionado por el capitán Gálvez llegué al aeropuerto justo cuando la nave descendía y los parlantes anunciaban que provenía de La Paz. El cielo estaba azul profundo y sólo muy al fondo espumaba nubes gordas y blancas. Yo había estado leyendo, por la noche anterior, los suplementos literarios como quien nada hace, y aún me quedaba en la saliva una resaca poética suficiente. Cuando lo vi aparecer en la escalerilla, prendido como sapo a su maletín James Bond, de saco azul con botones dorados y pantalón plomo, camisa blanca y corbata guinda, rápido pensé que la realidad seguía derrotando a la imaginación. Por lo menos a la imaginación de los suplementos literarios.

Me adelanté a recibirlo sin esgrimir mi credencial, y ninguno de los uniformados intentó nada.

–Soy Blanco. Santiago Blanco –le dije, con la mano al frente–. Detective adscrito a la policía boliviana.

Marvic Jr. pareció dudar.

–Mucho gusto –me dijo con voz horrible, aflautada. En sus ojos se leía que hubiera deseado a otro en mi lugar–. Muéstreme su credencial, le ruego.

Se la mostré y quedó impresionado.

–Me han dicho que tienen a dos de los terroristas...

–Quién le ha dicho –le dije, no le pregunté.

–Lo leí en la prensa –me contestó sin advertir mi mala intención–. La cuestión sería reventarlos hasta sacarles algo.

¿Ustedes escucharon alguna vez a un sapo hablar? Yo sí. Abría su bocaza y desde el fondo de ella salía la voz como un chorro de ácido úrico mientras su barriga se inflaba y desinflaba. Se llamaba Marvic Jr.

–¿Qué móvil motivó el secuestro... ¿Dinero, bronca, algún problema de polleras?

–No sea imbécil, agente –me dijo, y empezó a caminar hacia la parada de taxis. Nuestro destino: la oficina del jefe de criminalística: coronel Gálvez.

b.

A la plaza principal llegamos más bien por la calle Baptista, es decir por el norte. El taxi que nos condujo desde el aeropuerto no pudo jamás, debido al tráfico, lograr el carril derecho para torcer luego hacia la calle Santiváñez, así que pasamos hasta la avenida donde lo difícil hubiera sido seguir recto. El taxista, que para mí era un pedazo de papiro con lentes prendido al retrovisor, optó por encajar la punta de su Ford 71 en el lugar correcto y aguantarse las puteadas y bocinazos de los demás haciendo fuerza en el volante. A Marvic Jr. todo aquel esfuerzo le importaba tanto como una buena lluvia en el Amazonas a un indio cualquiera.

Tuvimos que quedarnos en la esquina de la plaza porque la marcha de los campesinos cocaleros había desembocado frente a la policía. Iba a decirle al gordo lo que aquello significaba cuando empezaron los silbidos y los insultos con voluntad atronadora. El prefecto, panzón y calvo, había aparecido en su balcón. Tenía a su secretario, a su guardaespaldas, al jefe de su partido, a su edecán y a sus secretarias metiendo la cara al mismo retazo de espacio, temerosos todos de no salir en la foto.

Caminamos con Marvic hacia la policía. No pude aguantarme.

–¿Qué opina usted de los cocaleros? Marvic continuó caminando, agitado.

–No mucho –me dijo–. Son los más lastimeros harapientos, productores, sin embargo, de las más poderosas fortunas del momento. Los veo y no lo creo.

No cedí a la tentación de voltear a observarle qué cara tenía cuando escupía todo eso. Caminé recto entre el gentío maloliente que seguía rugiendo contra el gobierno. Eran campesinos. Cientos. Tenían camisas y pantalones que en la feria se encuentran a montones, y en los pies tierra y ojotas, y de espaldas parecían cualquier cosa, como por ejemplo un invento del cine nacional. Pero no: eran campesinos bolivianos y hedían a vaca, o a toro, o a cualquier cosa de cuero no tratado.

Marvic Jr. iba detrás mío aprovechando el surco que yo abría, pero miraba al vacío, como los sapos. Después fue más fácil porque los policías me reconocían y pateaban a los manifestantes un metro más allá.

Apenas tocamos la puerta del coronel, éste salió a recibirnos con una cordialidad tremendamente sospechosa. Marvic le tendió la mano con la importancia que se pone en tirar una pepa de durazno por el balcón, y luego se sentó en el sofá grande como esperando una gaseosa helada.

Gálvez pareció desconcertarse. Diminuto, con la mirada malsana, las patillas grises y pasadas de moda, enfundado en un uniforme pensado para el frío invierno paceño, se retorció las manos cuadradas con las que había masacrado a tanta gente y en la que un anillo amarillo, macizo y grosero, se lucía como verruga.

Hizo un ademán de respirar, pero Marvic respiró profundamente primero. Entonces hizo un giro y se sentó en el sofá pequeño. Yo retrocedí unos pasos y recosté la espalda contra la pared.

Primero llegaron los refrescos helados. Tres. Gálvez empezó el diálogo.

–Se apresuraron en La Paz –dijo, disculpándose de algo que había que escuchar–. Hemos reventado a los muchachitos y no saben nada. Esas bombitas las pusieron de puro borrachines que son. El ministro no me comentó de su llegada. Francamente no entiendo cómo puedo colaborar.

–¡Averiguando! –súbitamente gritó el sapo. Algo cambió en su cara por un segundo–. Averiguando, trabajando, exprimiendo el cerebro si lo tiene.

–Tranquilo, tranquilo, señor Marvic –dijo el coronel Gálvez todavía con las manos enganchadas–. Si usted quiere solucionar un caso, necesariamente debe despejar las dudas. Nunca se pierde el tiempo. Ahora, que usted se haya largado hasta aquí, escapa de mis previsiones.

–Yo debo hablar con ellos –dijo Marvic poniéndose de pie.

Gálvez frunció el entrecejo.

–Puede hacerlo, señor Marvic, puede hacerlo –dijo–. El agente Blanco está comisionado con amplias facultades. Si usted desea hablar con ellos, hágalo. ¡Agente! ¡Acompañe al señor a las celdas!

Marvic se abotonó el saco y salió por delante. Los refrescos quedaron sobre la mesa.

Continuará

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