Lunes 21 de octubre de 2013
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Cuando tenía diecinueve años, visité una última vez a mis abuelos antes de irme por tres meses al Ecuador en un viaje de servicio humanitario. Mi abuelo se había mudado a un centro de asistencia para personas mayores porque su salud estaba desmejorando y sufría de demencia y de otras dolencias físicas propias de la vejez.
Cuando entramos con mi familia a las instalaciones del centro geriátrico, me sentía triste porque sabía que ésa probablemente fuera la última visita a mi abuelo y que moriría durante mi ausencia, y me sentía culpable de dejarlo.
Precisamente antes de que entrásemos en la habitación, un empleado había colocado a mi abuelo en una silla de ruedas, y nosotros lo condujimos hasta el área de uso común del centro. Mi madre estaba hablando con una de las empleadas mientras mi hermana de dieciséis años y yo conversábamos con el abuelo.
No era el mismo: el deterioro de su estado mental era evidente y parecía confundido. Cuando le preguntamos cuántos nietos tenía, respondió incorrectamente; entonces, de manera cariñosa, bromeamos con él, jactándonos de la cantidad de nietos que realmente tenía.