Jaime Torres Bodet. Poeta. México, 17 de abril de 1902 – 13 de mayo de 1974. Fervor (1918). El corazón delirante (1922). Canciones (1922). Nuevas canciones (1923). La casa (1923). Los días (1923). Poemas (1924). Biombo (1925). Poesías (1926). Destierro (1930). Cripta (1937). Sonetos (1949). Selección de poemas (1950). Fronteras (1954). Sin tregua (1957). Trébol de cuatro hojas (1958 y 1961). Poesía (1965).
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Pórtico
En esta presencia amarilla
–entre dos lámparas– de la noche,
en esta inmovilidad del espejo
que cuenta al revés sus cadáveres
y en esta grieta fina del reloj
por donde cabe todos los días
un instante imperceptible de alondra
está mi eternidad.
En este arco de triunfo
de vértebras unidas con banderas
para el aniversario de una rosa en el tacto,
en esta dimensión de cinco dedos
indispensable al peso de cada fruto
y a la fecundidad de cada caricia,
en este blanco de los ojos, blanco,
al que no tocan sino flechas mudas
y en esta melodía de una piel que la sal
de las mareas no enjuga,
no robustece, ni bruñe.
De un muro al otro de la soledad
soy un hombre desnudo
que sangra por un costado su sombra.
He tenido
que aprender a nadar
en una competencia de náufragos,
con las manos tendidas
a todo los racimos del agua
en que las espumas verdecen
mientras los cabellos
perdían y recobraban
a cada momento
una corona de ausencias..
Me sabía la voz, al hablar,
a las voces de los poetas
que el oído narcotizaba
en los libros.
Y odié la voz. Y el eco.
Y el espejo mismo del eco.
Pero ya estoy aquí
en esta edad de la luz
en que los colores más opuestos
se reconcilian,
rodeado por una selva de vértigos
y defendido de todas partes
con una muralla de nombres.
Mi mundo pesa lo mismo,
ahora, que una promesa,
que un sueño,
que una palabra de mujer
en la esquina de una almohada,
pero lo llevo a todos los sitios,
a todas las distancias del aire,
a las nucas que imprime
el bosque en la nieve de las montañas,
a los valles que deposita
una fuga de arroyo en el césped,
a las proezas y a las contriciones,
a todo,
a todo cuanto devuelve
a la orilla de un puerto incendiado
–en ceniza de pájaros y arcos–
la resaca de los destierros…
Dédalo
Enterrado vivo
en un infinito
dédalo de espejos,
me oigo, me sigo,
me busco en el liso
muro del silencio.
Pero no me encuentro.
Palpo, escucho, miro,
por todos los ecos
de este laberinto,
un acento mío
está pretendiendo
llegar a mi oído…
Pero no lo advierto.
Alguien está preso
aquí, en este frío
lúcido recinto,
dédalo de espejos…
Alguien, al que imito.
Si se va, me alejo.
Si regresa, vuelvo.
Si se duerme, sueño.
“¿Eres tú?” me digo…
Pero no contesto.
Perseguido, herido
por el mismo acento
–que no sé si es mío–
contra el eco mismo
del mismo recuerdo,
en este infinito
dédalo de espejos
enterrado vivo.
Buzo
El agua de la sombra
nos desnuda
de todos los recuerdos
en esta brusca
inmersión que anticipa,
en los oídos,
la sordera metálica del sueño.
Y quedamos de pronto
sostenidos
–en este mar en donde nadie flota–
de una cadena lógica
de ausencias,
como el buzo que vive,
en su escafandra,
de la serpiente del aire
que lo sigue.
Ni una burbuja traicionó la asfixia.
Lento
y con ruedas de espuma
en el insomnio,
giró el acuario
rápido del sueño.
Mas ya el silencio abre
un pozo ardiente
en la memoria fría,
un pozo
donde nuestras imágenes
se lavan de la atmósfera
perdida.
¿Con qué dedos de música tocarte?
Porque sólo la música podría
devolverte una forma
para el tacto
a ti, que tienes tantas
para el oído ávido.
Porque sólo la música
sabría componer,
con los fragmentos
de tu semblante
muchas veces roto,
el nuevo,
el expresivo rostro nuevo
que de tu sueño lento
está naciendo…
Danza
Llama
que por morir más pronto
se levanta,
flotas entre las brasas
de la danza.
Y te arranca de ti,
al principiar,
un salto tan esbelto
que el sitio en que bailabas
se queda sin atmósfera.
Así el pedazo
negro de la noche
en que pasó un lucero.
Pero de pronto vuelves
del torbellino de las formas
a la inmovilidad
que te acechaba
y ocupas,
como un vestido exacto,
el hueco
de tu propia figura.
Pareces una cosa
caída
en el espejo de un recuerdo:
te bisela
el declive del tiempo.
Un minuto después,
estás desnuda…
La brisa
te peina
el ondulante movimiento
y a cada nueva línea
que las flautas
dibujan en la música
obedece una línea de tu cuerpo.
No resonéis ahora,
címbalos,
que la danza es como el sueño.
Fuente: LA PATRIA
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