Jueves 10 de octubre de 2013
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El final de una época política, de un proyecto de sistema o de un experimento social son temas preferidos en los análisis de politólogos, sociólogos, y hasta de pitonisas y hechiceros. Es que, cuando la impaciencia general aflora y se vuelve amenazante, se percibe que ha llegado el principio del fin, aunque transcurra mucho tiempo en culminar el cambio.
Recuerdo que, siendo todavía muy joven, oí a un amigo –ciertamente más informado que yo– que decía: “Hay una revolución en La Paz; se está peleando en las calles; ojalá que ganen los revolucionarios”. Atiné a preguntarle: “¿Por qué quieres que ganen los rebeldes?”. “No sé –me dijo–; solo quiero el cambio, una nueva cara”. Recordé esto muchos años después, en 1968, cuando los jóvenes franceses reclamaban más imaginación, la que les faltaba para crear un proyecto político sustitutivo acorde con sus aspiraciones, el que nunca llegó.
Parece que se simplifica mucho cuando se dice que el ocaso de un fenómeno político y social es el resultado del aburrimiento; pero nadie aún saca de la cabeza la idea de que la mayoría en nuestros países, con el tiempo, termina por cansarse de un sistema y de un mismo gobernante, peor si este es ineficiente e incapaz.