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Domingo 29 de septiembre de 2013

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Cultural El Duende

Jaime Martínez-Salguero

Los fundadores

29 sep 2013

Fuente: LA PATRIA

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(Primera de dos partes)

Sangrienta, en verdad sangrienta había sido la batalla, que, una vez más sostuvo con su tradicional enemigo. Ahora, sentado sobre una piedra, aspirando el olor de la sangre, que todavía impregna el ambiente, se regodea “Wila, waljawila ha chorreado de hartos cuerpos”. Sí, mucha sangre se había derramado cuando las piedras, las lanzas y los palos, enarbolados por el odio fratricida, hirieron los cuerpos de unos y otros combatientes, arrancándoles la vida o dejándolos inútiles para la guerra y el trabajo. “Las armas de mis wainanakaja walimut’ua siriphjewa”, la gente de mi ejército ha hecho correr a los otros, o los ha acabado, sin piedad; porque mis wainas, como todo joven, buscan la gloria en la wila de los otros, y con esa sangre escriben la victoria dentro de su ajayu, su alma; por eso no deben disputarme el señorío de estas tierras, esos que ya van camino del mankapacha a encontrarse con los muertos, a los que nayajiwaitua también los hemos matado, para que aprendan a no meterse con nosotros.

Los soldados se agrupan en círculo alrededor de Zapaña cuando éste comienza a beber sangre en el cráneo de uno de los vencidos. “Este debería ser Kari y no Khaja jiwatanaca, ellos están muertos”. Después abre otro corazón y vierte el líquido de la vida en el recipiente por él usado, para que otro valiente beba más valor en la sangre del guerrero muerto. Los labios de los hombres se van tiñendo de rojo a medida que absorben lo mejor de la existencia del enemigo. De pronto, antes de que termine la cruel ceremonia, Zapaña escucha una voz: “Otra vez me habla ése...pero, ¿Qué dice?”. La mano enrojecida queda en suspenso ante el asombro de los fervorosos jóvenes, que desean beber el licor que introduce nueva furia en las manos pendencieras. Recogido en sí mismo, el general se aparta del grupo. “Siento la samana, la respiración del que me ha hablado...me persigue, pero tiene otro tono. La que un día me ha mandado pelear con los karis estaba llena del nina que enciende la guerra, ésta, en cambio, es mansa...sin embargo, tiene más fuerza que la otra.”

El guerrero camina. “Sumapalabra me trae el t’aya y la oigo, es tan honda que no la comprendo.”

El viento se enfurece sacudido por fuerte mano invisible. Zarandea a la paja brava, agita a la thola, revuelve a la tierra, levanta legiones de polvo que se introducen en los ojos, las bocas, las orejas clausurando la visión, la palabra, la audición. Todo es viento huracanado, ululando, arrancando plantas, tumbando guerreros. El general cae al impulso de colosal soplido; rueda, rueda sin que ninguno de sus soldados se anime a disputar el cuerpo al furor del viento. Siente las magulladuras de la caída, se da cuenta que sangra, pero no atina a hacer nada, porque el cerebro se le ha inmovilizado con el terror. El viento lo envuelve por todo lado; el golpe de su cuerpo contra una peña lo detiene en seco

Zapaña recobra la consciencia poco a poco. Ya no hay viento, ni hombres ni animales. La soledad lo recibe en silencio. Se incorpora; el dolor lo vuelve a postrar “¿Kunaspasitu?, ¿qué me ha pasado?” El pensamiento busca al pasado y mira al grupo de hombres bebiendo sangre en el cráneo de los enemigos. En eso, el canto del minúsculo pajarito le abre los oídos del alma e interrumpe el flujo del recuerdo. “Otra vuelta esa voz. Sale de mis adentros, de donde guardo mis planes más secretos, donde están mis pensamientos que se resisten a hacerse palabra con sonido. ¡Ya!. ¡Cómo puede ser eso! ¿Acaso?”. Ciertamente la voz es suave pero lleva un tono de mando tan imperioso, al cual el conquistador de hombres no puede resistirse ¡Arrodíllate! Se está incorporando, la punzada en el cuerpo lo vuelve a postrar. ¡Escucha las palabras preparan, siempre, las grandes obras que te obligan a levantarte hasta la altura de tu decisión. “Jisa, Tata, sí, pero duele. Ayúdame” Una luz se enciende en el aire, lo entibia, lo arremolina y envuelve al cuerpo maltratado por la furia de la naturaleza. Zapaña siente que las laceraciones de su cuerpo se pegan en las palmas de manos robustas, y se van, junto con la brisa que pasa. Ahora, ¡de rodillas! El cuerpo del guerrero salta con la agilidad de la obediencia que esa voz le ha impuesto. En seguida, ¿oyes?, en seguida buscas diez hombres con lunar en la cara y los llevas hasta la orilla del lago, y esperas. “Jisa, Tata”. Los pies caminan con la prisa que el mandato superior les ha impuesto.

Los soldados buscan por todo lado a su caudillo, pues lo han visto caer empujado por el viento fuerte. Tras varios días de búsqueda, como no lo encuentran comienzan a pelear entre ellos. Muchos mueren atrapados por la ambición del mando, que les hace levantar las armas para reclamar la supremacía, y caen vencidos por el infortunio; otro, logra someterlos momentáneamente y las fechorías se repiten por todo el territorio, hasta que el más osado siente latir en sus venas la fuerza de la gloria, y la rebelión levanta su estandarte de desacato ensangrentando a la facción. El ejército de antes es ahora una menada, cada vez menos numerosa, y, claro, menos amenazante para los karis, sus tradicionales enemigos, en esta contienda inútil.

Zapaña está cansado de buscar y buscar gente con tan peculiar signo en el rostro, y de pelear con la voz que se ha plantado en su interior, dispuesta a demoler orgullos, a talar egoísmos, para lograr, a largo plazo, el crecimiento de la solidaridad y el acatamiento a lo de arriba. La voz es persistente como testarudo es el militar. Poco a poco ese susurro interior va abriendo nuevos caminos de vida en el corazón del mallku. Al atardecer de un día llega a una casa perdida en la inmensidad de la llanura, ahí le ofrecen agua y comida. La noche se le incrusta en el cuerpo, y filtra extrañas inquietudes en el sueño, que no alcanza a ser sino sobresalto en la modorra y el adormilamiento. Cuando el sol sale, ve que los tres hijos de la gentil pareja tienen un lunar en diferente sitio de la cara. Los adolescentes lo siguen sin chistar, amarrados a su voluntad por fuerza superior.

La planicie se extiende con la constancia del aprendiz de infinito; a momentos, las cordilleras que la fatigan se hunden en hondonadas donde habitan unos cuantos hombres, temerosos de los ejércitos que llegan, matan, incendian, violan, enganchan por la fuerza a los hombres, y se van.

Continuará

Fuente: LA PATRIA
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