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Domingo 29 de septiembre de 2013

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Cultural El Duende

Santiago de Compostela

29 sep 2013

Fuente: LA PATRIA

Ciudad triste, sin árboles, que se alegra en invierno bajo la lluvia

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LA EDAD MEDIA. Sí; la Edad Media con sus vastos lienzos de sombra y de piedra, talla imaginamos, después de leer un cronicón y cerrar los ojos.

Invernal, ascética.

Galicia la bucólica, se borra en los extramuros pétreos de Santiago de Compostela. La violenta presencia de la ciudad medieval es tan intensa, que de pronto se experimenta el terror de olvidar que aún existen ciudades alegres en la tierra. Se gira la cabeza, con medrosidad, como si el mundo acabara aquí, en este confinamiento granítico, en el cual, a las tres de la tarde, podemos salir desnudos a la calle sin que nadie se entere. Las grises casonas de piedra, de tres pisos con vastas escaleras oscuras, parecen un pretexto para rellenar el espacio que dejan entre sí los cuarenta y seis edificios religiosos, monumentales y siniestros. Los comercios, bajo las torcidas recovas, cobran apariencia de madrigueras, muchos mostradores son de granito, y es inútil buscar muchedumbres caminando bajo sus arcadas pulidas por el viento o artesonadas. Soledad. Soledad de muerte, de despoblamiento, de tedio y de penitencia.

Digo que Santiago de Compostela enfría el corazón. Calles oblicua y en pendiente, con nombres taciturnos: Angustia, Lagarto, Pescadería Vieja, Animas, Sal-si-puedes, Calderería. Monstruosos cubos de piedra, lisos, con altos ventanales enjaulados por cestones de hierro, puertas verdes, escudos de armas en las fachadas, retablos con niños desconchados, radiando saetas de oro muerto, vírgenes desteñidas a la grupa de un borrico, iluminadas a los costados, por fanales de hierro, suspendidos como ahorcados, de cadenas de hierro, y una mariposa ardiendo al sol en un vaso de aceite. Blasones, campanas que resuenan, truenos, pilares de piedra en el centro de las calzadas, desniveladas, rejas mordidas por el óxido de los siglos. En los huecos de los muros ciclópeos, imágenes de tortura y sufrimiento, atalayando una puerta verde. Frente a un fanal de hierro, un santo con una daga clavada a la garganta y la palma del martirio en una mano. Las gárgolas asoman horizontalmente de altísimos muros de piedra, cabezas de hiena en busto de mujer. Donde se mira, figuras abominables, enclaustradas, enrejadas como en leoneras, ataúdes de piedra, relieves de monjes con barbas anilladas que los asemejan a reyes asirios.

NI UN ÁRBOL

Entre la junta de los bloques de piedra, a veces una mancha, lila y violeta. Pompón siniestro que nace de una hierba. A los flancos de la catedral, se abre una plaza con una gradinata tan ancha, que parece entrar a un mar, y el mar es una llanura de piedra, y no hay un sólo árbol en este corazón de la ciudad señorial, y esta plaza, toda enlosada de piedra, y bloqueada por un largo muro de piedra, y por recovas en su frente: es la Plaza de los Plateros, con vidrieritas donde lucen sombrías talladuras de plata, relieves de motivos religiosos, y en lo muy alto del muy largo muro de piedra, ventanas tapiadas de puntiagudas mallas de hierro, y después que se baja una escalera de piedra, como cruzando un corredor, se descubre otra plazuela, también embalosada de losas de piedra, y no hay un sólo árbol en ella, que lo verde pareciera sacrilegio aquí, que todo es de piedra, y en su centro una fuente de piedra con caballos de piedra, y las palomas picotean en la junta de las grandes losas, o en los ojos de las estatuas. Doquier se fija la mirada, hierro y piedra, y si se levanta la cabeza, no se distinguen copas de árboles, sino torres piramidales de piedra, ennegrecidas por el musgo y los detritos de los pájaros, y blasones cuarteados, de piedra, con horizontales coronas. Y el viento corre en este desierto de piedra, siniestro como si soplara en la ciudad de los espectros, que aquí los debe haber, entubándose bajo las bóvedas que techan las veredas, y las mismas personas se pierden como fantasmas bajo los arcos de piedra, porque las columnas, redondas o cuadradas, y los arcos de las columnas son de piedra, y el sol parece un sol de lluvia, un sol mojado y triste, venido quizá del purgatorio, de tan cruel manera, que los hierros verdes, y los faroles esquinados, y los monjes que se pierden tras las arcadas, y las manchas de sol lívido y el tañido de las campanas, nos hacen pensar en una humanidad consagrada exclusivamente a los trabajos de la penitencia religiosa, arrodillada, únicamente arrodillada.

LA CIUDAD SILENCIOSA

Y es inútil que los niños rían enmarcados por las ciclópeas arcadas, y es inútil que las mujeres pasen luciendo floreados vestidos; la muerte ha extendido de tal manera su imperio en Santiago de Compostela que las voces humanas resuenan extemporáneas, como la de los pájaros enjaulados, que cada vez que pían, desde su cárcel, nos recuerdan que no debían estar allí.

Silencio. No resuenan las bocinas de los automóviles, ni los altoparlantes de las radios, ni las membranas de victrolas, tampoco el shotis madrileño, ni el canto de los ciegos en las guitarras, ni las orquestas callejeras de judíos alemanes. Silencio, apagamiento, muerte. Dicen que Santiago, en invierno, se anima con la bulla de los estudiantes; pero es invierno, cuando en esta ciudad llueve días y días, hasta que la piedra de gris se torna negra, de manera que sí Santiago, ahora, en verano, es tan sombrío como un purgatorio, en invierno debe parecer un sepulcro, el sepulcro de los vivos.

Roberto Arlt. Escritor argentino, 1900-1942

Fuente: LA PATRIA
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