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Domingo 29 de septiembre de 2013

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Cultural El Duende

Desde mi rincón

Innovaciones vaticanas

29 sep 2013

Fuente: LA PATRIA

TAMBOR VARGAS

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Entre quienes lean el título algunos podrían creer que en este artículo voy a unirme al coro de quienes pretenden ‘construir’ (¿o ‘crear’, de la nada?) una convicción universal de que con el nuevo Papa argentino la Iglesia Católica está a punto de romper ‘barreras’ (doctrinas, prohibiciones) milenarias. Lamento decepcionarles, pues voy a referirme a otros cambios, que se han ido introduciendo durante las últimas décadas.

Y habría que empezar precisando que no siempre se trata de novedades plenamente avaladas por las instancias competentes del Vaticano; en nuestro mundo mediatizado, con frecuencia no resulta fácil establecer la frontera entre las opiniones particulares y las doctrinas oficiales. Y no hay duda que esto contribuye a hacer todavía más incómoda y confusa la situación (que es a donde quiero llegar).

Tradicionalmente, hablar de ‘innovaciones’ equivalía a apuntar a tendencias o posiciones más o menos heréticas, pero siempre sospechosas. Más recientemente, en cambio (digamos en el último medio siglo), dentro del marco de la desbandada postconciliar, con menos escándalo, más silenciosamente, como si el ‘pueblo’ católico ya se hubiese cansado (o nunca se hubiese interesado), el propio Vaticano (ya sea el mismo Papa, ya sean sus curiales) o alguna jerarquía católica, nos sorprende con giros insospechados. He aquí algunos ejemplos, que de ninguna manera quieren agotar la lista.

* * *

Tomemos el tema de la pena de muerte. En la doctrina moral católica se había distinguido nítidamente entre el homicidio y la pena capital dispuesta por la autoridad competente como castigo por graves delitos (naturalmente, establecidos por la legislación); o las muertes derivadas de las guerras consideradas como justas. Poco a poco y por efecto de la incesante presión ideológica de grupos ‘pacifistas’ de muy diverso pelaje, se ha llegado a configurar la doctrina de que no hay tales guerras ‘justas’; y que la autoridad no puede imponer sentencias judiciales capitales. Y esto es efecto de una tendencia más o menos amplia en todo el mundo y al margen del Catolicismo contraria a la pena de muerte. En estas tomas de posición el Vaticano no suele aducir antecedentes que vayan más allá del magisterio de Juan Pablo II; por tanto, de menos de 40 años de antigüedad.

No hace falta entrar en un análisis dialéctico de razones a favor y en contra. Prefiero limitarme a una pregunta: la Iglesia ¿ha tenido que esperar veinte siglos para descubrir que la vida es sagrada bajo cualquier circunstancia? O más precisamente: ¿para afirmar que de aquella sacralidad se deriva necesariamente la prohibición de la pena de muerte? O bien: quienes formulan y establecen la doctrina católica, ¿se atreverán realmente a negar la posibilidad teórica de una guerra justa; y por tanto, a condenar a la indefensión a las víctimas de quienes no hilan tan fino como los pacifistas?

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También el tema de la ‘igualdad social’ es terreno resbaladizo para las entusiastas declaraciones. Podemos partir de una igualdad metafísica en la dignidad humana; pero, ¿puede deducirse de esa igualdad la igualdad en cualquier dimensión de la vida humana? Y sobre todo, ¿puede deducirse de esa igualdad la igualdad para todas las circunstancias de la existencia humana? Esto equivaldría a afirmar una fantasía, negada por la evidencia cotidiana de las diferencias entre los hombres; desde los colores de la piel, el cabello y las estaturas hasta los gustos, las capacidades, las preferencias; desde la capacidad de trabajo hasta la capacidad de sacrificio, desde la medida de generosidad hasta las degeneraciones malsanas.

Con este trasfondo, la tradición doctrinal cristiana ha solido afirmar –en el plano de los principios– que el plan de Dios en la Creación ha sido que el hombre se sirva de ella, sin exclusivismos ni preferencias. Y esto está muy bien; pero ¿cabe de ahí pasar a pisar la línea roja haciendo causa común con las doctrinas anarquistas y de cuantos han simpatizado con los bienes del vecino (que ya se han preocupado de condenar como ‘mal habidos’; es decir, necesariamente un caso de robo)? No digo que la jerarquía vaticana y episcopal mundial lo haya afirmado siempre y explícitamente, pero a veces anda cerca de ello; es decir, que lo que dice sólo parece poder entenderse si se aceptan aquellas premisas. Por ejemplo, cuando una instancia eclesiástica se muestra ‘comprensiva’ o ‘legitima’ desbordes sociales alegando ‘situaciones de injusticia’. O cuando favorece el permisivismo de las legislaciones civiles ante la ‘delincuencia’ siempre que ésta parece tener rostro de pobreza; y de las normas que parecen preocuparse más de garantizar los derechos humanos de los delincuentes que los de las víctimas...

Sin duda es un terreno resbaladizo. Razón de más para tratar de mantener la cabeza fría, cosa que el ambiente no suele facilitar.

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Las modernas corrientes ecologistas también han tendido un cerco de presión sobre la doctrina católica. Tradicionalmente la Iglesia enseñó que la divina creación del universo tuvo –en el plan de Dios– su culminación en el hombre; y que éste debía demostrar su sentido de la responsabilidad en el uso que hiciera de las cosas creadas. La innovación es que han proliferado los grupos ‘proféticos’ (empezando por Greenpeace, pero son legión) que se han apropiado aquel principio y arrogado su verdadera interpretación; es decir, se han erigido en representantes del Creador en la tierra. Y en calidad de tales, multiplican las órdenes a los gobernantes sobre lo que debe hacer la Humanidad. Por supuesto, situándose en un plano superior e inaccesible a la discusión razonable de las cosas (caso contrario quedaría desautorizada la retórica apocalíptica que les es propia).

Primero algunos teólogos y después no pocos representantes de la jerarquía eclesiástica (sin excluir los últimos pontífices) se han ido poniendo en ‘onda ecologista’. Y no sólo en sus planteamientos más sistémicos, sino en sus presuntas aplicaciones más sectoriales. Por ejemplo, cuanto se refiere a las innumerables versiones del dogma conservacionista; es decir, a decidir qué deben hacer los hombres en el uso de cualquier cosa creada (inanimada, viva, animal, ¿humana?…). Así, la mencionada presión de los activistas quiso acorralar al Vaticano porque en sus museos abundan las esculturas marfileñas de origen africano, que supuestamente implican el ‘asesinato’ de los inocentes elefantes; en un tono entre atemorizado y humorístico, nada menos que el jefe de la Oficina de Prensa, el jesuita P. Lombardi, habría sido instruido para dar respuesta a uno de aquellos portavoces (la revista National Geographic); el título de la noticia que daba cuenta del documento llevaba por título: “La masacre de los elefantes es un hecho muy grave, contra lo que es justo esforzarse” (texto de WWW.ZENIT.ORG, 22 de enero de 2013).

Ya sabemos que nuestro mundo y nuestra época puede definirse como un chillón mosaico de contradicciones e incoherencias. Por ejemplo, ¿qué esperan los activistas ecológicos en incluir en sus campañas ‘conservacionistas’ a las indefensas víctimas del abortismo, políticamente correctísimo? No parece que su práctica irrestricta les quite el sueño, porque para este capítulo ya existen otros activistas, no precisamente conservacionistas sino ‘genocidistas’. En este tipo de cuestiones, uno creería poder esperar del Vaticano y, más general, de la jerarquía católica una mayor dosis de prudencia, orientada por el sentido común (sentido que por sí solo ya nos debería inmunizar por anticipado, por ejemplo, contra la próxima figura jurídica de los ‘crímenes contra lesa animalidad’, imprescriptibles y de jurisdicción planetaria).

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En otro terreno muy apartado de los anteriores y estrictamente relacionado con las innovaciones postconciliares del Vaticano II en materia litúrgica, ya en estas mismas páginas he llamado la atención sobre la nueva traducción de algunas palabras de la fórmula de la consagración del vino en la Misa. Por ello mismo no repetiré lo ya dicho, sino que lo resumiré.

Merecería una profundísima meditación sobre el estado de la Iglesia, el hecho de que, primero la congregación que se ocupa de estas materias (2006) y, más adelante, el propio Benedicto XVI (2012), notificaran a las congregaciones episcopales la implantación de la traducción correcta de “pro multis” como “por muchos” y no “por todos” como en 1969/1970 introdujo la Comisión vaticana que aprobaba las traducciones del nuevo rito de la Misa a las lenguas vulgares.

Y digo que merecería profunda meditación porque la realidad es que la instrucción vaticana no ha sido obedecida hasta hoy. Y quizás todavía peor: por doquier en el mundo cada sacerdote se siente en la libertad de consagrar el vino del cáliz diciendo ‘por todos’ o ‘por muchos’, en un escandaloso ejercicio de aquel libre examen de la más pura raigambre luterana.

También esto forma parte de las innovaciones vaticanas. En este caso la innovación consiste en su impotencia para garantizar el cumplimiento de las decisiones adoptadas con vigencia universal. Y todavía señalaría una causa más grave si la causa de la realidad fuera la impotencia de las instancias vaticanas en hacer cumplir su autoridad: esto daría a entender que la Iglesia Católica enfrenta una crisis terminal de disolución.

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Las innovaciones vaticanas (ya sea que procedan de la Santa Sede misma o que sean toleradas por ella) contribuyen poderosamente a agravar la inseguridad de los fieles, quienes se ven expuestos a toda clase de ventoleras espurias, pero no cuentan con la ayuda luminosa de quienes tienen esta responsabilidad. Y las situaciones crean hábitos; y generaciones desacostumbradas a no esperar la orientación de la jerarquía, seguramente acabarán concluyendo que sus creencias católicas son asunto de su propia decisión. Y así ha nacido un ‘catolicismo a la carta’.

Fuente: LA PATRIA
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