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Domingo 15 de septiembre de 2013

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Cultural El Duende

El saxofonista y su perro cantor

15 sep 2013

Fuente: LA PATRIA

(Relato madrileño)Raúl Rivadeneira Prada, escritor, abogado y periodista, es autor de una treintena de obras, entre ellas, tres libros de cuentos: “El tiempo de lo cotidiano” (1987), “Colección de vigilias” (1992) y “Tiempo de Ficción” (2007); asimismo, tres libros de crítica y estimación literaria: “El grano en la espiga” (1997), “Troja literaria” (2002) y “Escritores en su tinta” (2009). En el cuento que se publica a continuación “El saxofonista y su perro cantor”, Rivadeneira Prada explaya el recurso de los paralelismos y casualidades que envuelven a sus protagonistas.

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Ella le confió a Fluss el secreto de su verdadera identidad, en su primera cita de enamorados, en una discoteca de barrio. Lo llevó casi a rastras a la pista de baile cuando empezaron a tocar la balada “Pequeña flor” en la magistral interpretación del saxofonista Fausto Papetti. Estrechamente abrazados, fundidos en un solo cuerpo de movimientos lentos Tania le susurró al oído: “Quiero que esta sea nuestra canción de amor”. Fluss asintió sin vacilar, con un beso en la boca. El día de la boda el novio tocó “Pequeña flor” tan bien como Papetti, pero para ella, solo para ella, en su saxo alto, en el mismo instrumento con el que años después se ganaría la vida en las calles de Madrid, el mismo en que al fin de cada jornada vuelve a tocar “Pequeña flor”, sin mengua de su virtuoso empeño, pensando siempre en la amada ausente. Fluss toca el saxo con la caña del instrumento levantado hasta el tórax, con la cabeza alta y los ojos cerrados, como si cumpliera un rito religioso, como absorto en una plegaria, generalmente a la hora de la oración, aquella en que se oye el tañido de lejanas campanas llamando a misa, a la misma hora en que los musulmanes inclinan el cuerpo hasta tocar el suelo con la frente, mirando en dirección a la Meca y recitando versos del Corán, aquella hora que convoca a reflexionar sobre la jornada transcurrida y a invocar un mañana mejor.

Cuando iban a cumplirse los seis meses del contrato con el Hotel Andrómeda, el maestro Serrano consiguió otro para actuar en el Cabaret del Hotel Meliá de La Habana, durante dos semanas. Ante un selecto público de turistas extranjeros, diplomáticos y jerarcas del gobierno. El cubano común no podía asistir al show por el astronómico costo de la entrada y el consumo en el hotel, además el Partido Comunista consideraba la asistencia de sus militantes a ese tipo de espectáculos como una “grave desviación burguesa” que podía anotarse como un pésimo antecedente en la foja de servicios al pueblo y a la Revolución. El debut de la Serrano´s Jazz Band tuvo un éxito mayor al esperado. Fluss se lució con “Pequeña flor” y con el mambo “Patricia”, pero el éxito mayor fue el de Tania que cantó como nunca y se llevó todos los aplausos. Le hicieron repetir una y otra vez el bolero “Contigo en la distancia”.

A la mañana siguiente, Tania salió a dar un paseo, quería respirar los aires de su niñez. Caminó hasta la Plaza Vieja, luego por la Avenida San Lázaro, y después retornó hacia el Malecón, a mojarse la cara y los cabellos con las salpicaduras que se esparcen por encima del rompeolas.

Apenas hubo ingresado en la ancha avenida de la bahía, se le adelantó una furgoneta azul que le cerró el paso; veinte metros más adelante, otra furgoneta se puso detrás de ella a más corta distancia. A esa hora, el Malecón estaba casi desierto, las pocas personas que por allí transitaban apresuraron el paso ante la presencia de los vehículos de vidrios oscuros que no permitían ver su interior, y se perdieron raudamente por las calles laterales. Tania estaba acorralada, no opuso ninguna resistencia cuando dos hombres fornidos la tomaron por los brazos y la obligaron a abordar la segunda furgoneta. El procedimiento fue sencillo. La ingenuidad, madre de la imprudencia, hizo que Tania se fuera a meter en la boca del lobo, creyó que en siete años todo estaría olvidado. Su cambio de aspecto físico, su nueva identidad de casada llevando el apellido Flüssenchwarz le daban una confianza desmedida. Pero no contó con que el sistema represivo funcionaba. La Revolución tenía buena memoria, sabía acechar a sus enemigos, nunca les perdía huella y pacientemente esperaba el momento oportuno para hacerles pagar el imperdonable crimen de disentir con sus principios y sus objetivos. Por la tarde, el grupo musical recibió la escueta y enérgica orden de abandonar el país en el plazo de veinticuatro horas. Los afligidos músicos esperaron inútilmente que Tania volviera de su paseo, entonces se les ocurrió pedir una prórroga de su salida de La Habana hasta que ella se reintegrara al grupo. La solicitud les fue denegada. Fluss fue a una Estación de Policía a denunciar la desaparición de su esposa. Lo recibieron amablemente, tomaron nota de todo cuanto dijo en un cuaderno cuadriculado y le hicieron firmar el acta con la promesa de que, en cuanto supieran algo de ella, lo llamarían, advirtiéndole que tal vez la señora se extravió, se demoró en alguna parte, hizo alguna visita, tuvo un desmayo, un accidente... Como Fluss conocía la historia de Lilian Noemí Álvarez, habló de la posibilidad de un secuestro, midiendo muy bien cada palabra para no causar susceptibilidades y menos un innecesario enfado, pero no lo pudo evitar. Al policía se le congestionó el rostro de revolucionaria indignación. El marrón oscuro de su piel de mulato se tornó violáceo, frunció el seño y respondió en el tono en que un maestro severo reprende al niño que ha cometido una falta grave: “Compañero…–le dijo– en Cuba no hay secuestros, esa es una lacra del capitalismo. Y ahora, retírese que tengo poco tiempo para esta vaina”.

*

La Serrano’s Jazz Band regresó a México sin Tania. En las pocas horas que les quedaba en la Isla, antes de abordar el viejo cuatrimotor Ilyushin de Aeroflot, un empleado del hotel le sopló al director de la orquesta, por cinco dólares, que sabía de buena fuente que la Policía Secreta había hecho la mañana del día anterior una “operación comando” de captura en el Malecón. Esa era toda la información, vaga pero suficientemente abierta a la sospecha como para denunciar en México D. F. la misteriosa aprehensión en La Habana de la cantante Tania Hernández de Flüssenschwartz, presumiblemente por la Policía Secreta. La embajada de Cuba se apresuró a lanzar un lacónico pero firme desmentido, calificando la denuncia como “una falsedad urdida por el Imperialismo para desprestigiar a la Revolución”. Esa fue la primera y última vez que el gobierno de La Habana mencionó el caso de “La cantante desaparecida” rótulo con que quedaron registradas y después archivadas las decenas de peticiones que hizo Fluss a los organismos internacionales y la prensa. Una comisión de Derechos Humanos de la ONU, que visitó La Habana cinco años después, puso en su informe que en ningún recinto carcelario y en ningún registro policial que el gobierno puso a su disposición, encontraron persona alguna con el nombre de Tania Hernández, con lo que el asunto fue cerrado definitivamente, pero no para Fluss cuyo corazón sangraba por la herida de la incertidumbre. “¡Oh! Si al menos supiera que ha muerto y pudiera darle cristiana sepultura…”, era su cotidiano lamento, tras esto, para consolarse en la intimidad de los recuerdos, cogía el saxofón y tocaba “Pequeña flor” para sí mismo y para nadie más.

*

Ese viernes, iluminado por el tímido albor de una indecisa primavera, al claror de un sol que no arde”, como imaginaba Tamayo, Fluss celebró su aniversario natal número setenta y uno en compañía de Nicoleta y Herr Namenlos, con deliciosas tapas y sándwiches de jamón y queso; una botella de tinto Cuné y una barra de chocolate. Se dieron el banquete sobre un solitario banco bajo la sombra de las reverdecientes acacias del Parque de Retiro. Pasaron una tarde feliz. Fluss dijo que se sentía el más afortunado de los mortales contando con la amistad de la joven violinista rumana: “El más hermoso regalo que recibo de la vida en mi senectud es tu preciosa compañía, Nicoleta”. –le dijo– y añadió reiterados agradecimientos por su generosidad: “Estás aquí, perdiendo tu tiempo con un anciano tonto y aburrido, cuando podías estar divirtiéndote con gente de tu misma edad, riendo, bailando, cantando, haciendo el amor…” Nicoleta le respondió que ella también se sentía gratificada por la vida con el paternal cariño –y puso énfasis al decirlo tocándole el pecho con el índice de la mano derecha–: “de este anciano que no es tonto ni aburrido”. En cuanto a pasarla mejor con otras personas, aseguró que le sobraban los dedos de una mano para contar a sus verdaderos amigos. Hallaba a sus contemporáneos frívolos, falsos y oportunistas. Dicho esto, se inclinó hacia el viejo saxofonista y le besó en la mejilla.

Ya caía la noche cuando salieron del bosquecillo. Tardaron más de lo usual en despedirse, como si trataran de paralizar el tiempo, a la entrada del imponente Parque de Madrid. Antes de tomar rumbo a la Puerta de Alcalá, Nicoleta se detuvo a ver cómo el viejo músico enfilaba su paso cansino por la acera de Alfonso XII hacia Atocha, casi remolcado por su fiel compañero. Se quedó contemplando la compacta figura del saxofonista, el estuche musical y el perro perdiéndose en la distancia, empequeñecida, disuelta entre las todavía grises sombras del anochecer.

Habían acordado verse al día siguiente, como todos los sábados, en la Plaza de la Lealtad, a las dos de la tarde. Nicoleta fue a buscarlo, pero el hombre no estaba. Lo mismo pasó el lunes y toda la semana, y las tres siguientes semanas. Se horrorizó al caer en cuenta de que el músico nunca le dijo cómo apellidaba –ella creía que Fluss era su nombre de pila– ni dónde vivía. El corto tiempo que duró su amistad se les había ido en hablar de música, de poesía, de nostalgias… Ahora, Nicoleta no tenía otra opción que buscarlo al azar, por cualquier parte, en la inmensa urbe española, comenzando tal vez por la Estación de Atocha y sus inmediaciones, porque en esa dirección se había ido el viernes. En un mes de intensa búsqueda nadie le dio razón de su paradero, no había rastro que seguir, y, día tras día, se iba diluyendo la esperanza de volverlo a ver.

Fluss, el saxofonista, simplemente se había desvanecido, como la niebla de invierno dispersada por una leve brisa, como una molécula de añil en el agua, como Lilian Noemí, como Tania…

Fin

Fuente: LA PATRIA
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