Domingo 15 de septiembre de 2013
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Fuera de los escépticos griegos y de los emperadores romanos de la decadencia, todos los espíritus parecen sometidos a una vocación municipal. Sólo aquellos se han emancipado, los unos por la duda, los otros por la demencia, de la obsesión insípida de ser útiles. Habiendo promovido lo arbitrario al rango de ejercicio o de vértigo, según que fueran filósofos o retoños estragados de los antiguos conquistadores, no estaban apegados a nada. En este aspecto, evocan a los santos. Pero mientras que éstos no debían derrumbarse jamás, ellos se encontraban a merced de su propio juego, amos y víctimas de sus caprichos, verdaderos solitarios, porque su soledad era estéril. Nadie la ha tomado como un ejemplo y ellos mismos no la proponían como tal; de este modo no se comunicaban con sus “semejantes” más que por la ironía o el terror…
Ser el agente de la disolución de una filosofía o de un imperio: ¿puede imaginarse orgullo más triste y más majestuoso? Matar por una parte la verdad y por otra la grandeza, manías que hacen vivir el espíritu y la ciudad; socavar la arquitectura de malentendidos sobre la que se apoya el orgullo del pensador y del ciudadano; agilizar hasta el falseamiento los resortes de la alegría de concebir y de querer; desacreditar, por medio de las sutilezas del sarcasmo y el suplicio, las abstracciones tradicionales y las costumbres honorables, ¡qué efervescencia delicada y salvaje! Ningún encanto hay allí donde los dioses no mueren bajo nuestros ojos. En Roma, donde se los importaba y reemplazaba, donde se les veía ajarse, qué placer invocar fantasmas, con el único miedo sin embargo de que esta versatilidad sublime no capitulase ante el asalto de alguna severa e impura deidad… Que es lo que sucedió.
Fuente: LA PATRIA