Hace poco, el matutino cruceño “El Deber” tituló un reportaje con una cifra del espanto: “En siete meses, 1.707 niñas dieron a luz; muchas madres encubren a los violadores y no los denuncian” y añade —en subtitular: “Abusadas desde temprano” (ocho a diez años).
¿Cómo entender con la razón o con la fe esta información? Ahí donde debe haber vida, germinación, amor y afecto, esperanza, habita el peor de los espantos. En ninguno de los casos publicitados en el último año, las mujeres/niñas han engendrado a sus hijos con amor, o por una entrega apasionada y desordenada, porque fueron abusadas por padres, padrastros, padrinos, vecinos, primos e inclusive por hermanos.
Sus vientres se han inflado con el producto de la violencia con letras mayúsculas: la violación de sus cuerpecitos infantiles, la violación a sus mundos bordeados de muñecas sin cabeza, de niños sin risa. En el drama de una pequeña cruceña de 10 años el embarazo fue fruto de reiterados delitos de sus hermanastros.
Solamente en la ciudad de Santa Cruz, 48 “peladitas”, entre 10 y 13 años, llegaron a centros de salud pública para dar a luz. Ninguna tuvo un tratamiento adecuado y el 57 por ciento fue sometida a una cesárea porque sus partos son de riesgo, tanto por su desarrollo todavía infantil como porque presentaron desgarros vaginales o del cuello del útero. Tres habían sido infectadas con el virus del SIDA.
Por los datos estadísticos, el 80 por ciento de las niñas violentadas proceden de familias migrantes, viven en cuartos hacinados y sus hogares están desintegrados. Otras 482 chicas madres tenían menos de 16 años y 1.177 no habían cumplido los 18. No eran bachilleres, ni podían votar pero ya cargaban la responsabilidad de la maternidad. En ningún caso, los padres asumieron su rol.
Sucedía antes, quizá sí, quizá no. Los embarazos no deseados se ocultaban en conventos rurales o en casas de hacienda. Quizá no eran tan frecuentes como en este siglo de miserias. Lo que es seguro es que no se puede callar, leer la noticia y pasar sencillamente la página o —como hizo una presentadora después de informar de uno de estos casos— “y ahora vamos a las buenas noticias, mañana hará sol en todo el país”.
Es difícil examinar la nota y mucho más dar una opinión unidireccional, sin aristas. ¿Qué hacer? La lucha contra la pobreza seguramente será la mejor prevención, mas es la más difícil y entre tanto avanza esta tragedia.
La denuncia contra los autores es seguramente la primera tarea. El silencio es prolongar el mal. Denuncias que deben ser mantenidas con procesos por alguna entidad estatal porque en la mayoría de los casos por la misma pobreza, la ignorancia, el miedo, las afectadas o sus familias prefieren abandonar el caso o, como máximo, llegar a un “arreglo” monetario. Las cárceles encierran a pocos culpables y la impunidad convoca a más delitos. Más bien, los castigos deberían agravarse, sin derechos.
Hay corrientes que quieren respuestas rápidas como fomentar el aborto, cuando aquello es igual o más dramático y no es con el ahogamiento del inocente como se saldarán cuentas de la sociedad. Tampoco retroceder a la pena de muerte del violador.
Debemos recobrar una educación basada en valores, sobre todo la que daban las mujeres de la casa, abuelas y madres. El sentido del deber, del respeto, de la responsabilidad de los actos. Debemos recuperar el amor, la esencia del amor, que es nuestra distinción entre los otros seres vivos. Amar como garantía de vida.
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