Los denominados recintos carcelarios, que según la norma procesal, deberían ser centros de rehabilitación y correccionales, de pronto se han convertido en purgatorios donde los internos viven en el mismísimo infierno, como explica Dante en la Divina Comedia, resultando ser fácil presa del infortunio y víctimas de constante humillación.
Vivir en una cárcel en Bolivia es una aventura de alto riesgo y ese hecho se pudo comprobar hace un par de años, cuando se denunció que ofertaban paquetes turísticos a extranjeros para realizar un tour o recorrido de “turismo de aventura” en el Penal de San Pedro de La Paz y desde hace tiempo también se denuncia que incluso se tiene el control de robos y asaltos desde la cárcel de Palmasola, considerada de máxima seguridad y, donde el viernes pasado un enfrentamiento por posesión de derechos dejó un saldo de 31 muertos y 60 heridos con atención médica en sanatorios y otros 20 en la penitenciaria.
Lo sucedido es lamentable y no cambiará esa realidad con expresar la urgencia de asignar mayor presupuesto para un mejor control de los internos. Sí se quiere mejorar la atención a las penitenciarías del país, se deberían comenzar por incrementar el prediario de los reclusos, puesto que la irrisoria suma de 6,50 bolivianos, no les permite cubrir su dieta diaria consistente en desayuno almuerzo y merienda o cena, porque los costos de los alimentos siempre están en aumento, además que el pago por estos gastos no es oportuno, hay meses de atraso.
La realidad de los internos en los recintos carcelarios del país es indignante, porque conviven “entre moros y cristianos”, al no existir una clasificación por el grado de delitos cometidos, ni tener el aislamiento de las celdas; todos hacen vida en común, hacinados en pequeñas unidades habitacionales hasta ocho personas, en un habitáculo donde debería existir una sola cama.
La realidad al interior de las prisiones en Bolivia siempre deja un sabor amargo a las víctimas que por delitos menores llegan a convivir con quienes cumplen sentencias hasta de 30 años de prisión y deben someterse a sus improvisadas reglas y hasta caprichos que imponen por “tradición”, cuando les exigen pagar por el alquiler de sus celdas, les multan por no cumplir determinadas tareas o responsabilidades que les asignan y además deben soportar la incomodidad, el hacinamiento y hasta la promiscuidad en la que desarrollar sus actividades.
En la mayoría de los recintos carcelarios no hay talleres de carpintería, tejidos, hojalatería, soldadura, y otros oficios que les permita generar sus propios ingresos a los internos de cada penitenciaria, para poder cubrir los gastos de alimentación y otros que son comunes, lo que se ignora porque es parte del voto de silencio de los que cayeron en desgracia y deben cumplir una detención provisional o una mínima condena.
Las cárceles bolivianas son la muestra más elocuente de la falta de atención de las autoridades nacionales de Régimen Penitenciario y de la retardación de justicia que todavía impera y pone en situación de alto riesgo a quienes llegan hasta el recinto penitenciario, muchas veces con detención preventiva y sin sentencia, lo que hace que tenga que asumir similares condiciones y hasta convivir con los sentenciados por la Ley 1008, asesinato, violaciones y otros delitos cuya sanción consiste en condenas de hasta 30 años de presidio sin derecho a indulto.
La promiscuidad manifiesta por falta de medios para cumplir con elementales normas de aseo personal, higiene y hasta trabajos que les asignan, así como la práctica de algún deporte que pocas veces puede darse por la falta de implementos deportivos, ya es una cotidianidad. A esto se suma la situación de precariedad en que viven las internas del penal, quienes junto a pequeños, que resultan ser niños y niñas cautivas porque no tienen sentencia ni sanción alguna, deben soportar incluso las inclemencias del tiempo, la ausencia de protección que les obliga a ser ingeniosas para evitar problemas a sus hijos, como el deshiele de la copiosa nevada caída en anteriores días, que puso al descubierto la situación de deterioro de los viejos techos de calamina del penal de Oruro, porque llovía más adentro que afuera de las celdas.
La improvisada conexión eléctrica también es cuestión de riesgo y todos los internos deben soportarla, porque es la única, con el riesgo de corto circuitos y hasta un incendio si no se tiene un control adecuado, por la falta de medios y carencia de apoyo de las autoridades departamentales, tal el caso de la Gobernación que hace tiempo comprometió un incremento de 2 bolivianos en el prediario de cada interno y hasta la fecha ni siquiera se conoce si será o no efectiva esa ayuda. Los presos llegan al extremo de comprar sus propios candados para cerrar sus celdas, por falta de ayuda y presupuesto.
En definitiva las cárceles del país son prisiones de hacinamiento y promiscuidad, donde los internos deben aprehender a convivir si quieren tener larga vida, lo contrario supone enfrentar a los encargados del control interno o jilacatas que ponen sus propias reglas de juego. A eso se suma la incomodidad, falta de infraestructura y hasta el riesgo de ser procesados por delitos de fuga de los internos que asumen de forma valerosa los policías que están al cuidado y protección del recinto carcelario.
Los policías cumplen también sus “condenas” por el deber y obligación a su institución del Verde Olivo y, al igual que los presos deben soportar una serie de limitaciones, asumir el mayor de los riesgos y hasta convertirse en protectores de los internos, para garantizar su permanencia sin sobre saltos ni problemas como el ocurrido recién en la cárcel de Palmasola, donde una disputa por el control de espacios y de liderazgo derivó en una tragedia con 31 muertos y 80 heridos. Ojalá eso motive una reflexión a las autoridades nacionales y departamentales, puesto que en lo concerniente a Oruro la infraestructura para el nuevo recinto carcelario sufre deterioro prematuro por falta de uso y la ausencia de una política destinada a mejorar la calidad de vida de los internos y policías que ahora cohabitan en el penal de San Pedro, como muestra de negligencia manifiesta que obliga a los privados de libertad a seguir viviendo en un purgatorio.
(*) Periodista
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