En las ciudades contemporáneas, distintivas de sus predecesoras por el tamaño desmesurado que alcanzaron, confluyen los principales indicadores de la crisis de civilización en avance en este siglo.
El progreso urbano bajo el signo neoliberal, lejos de erradicar la pobreza y mejorar las condiciones de vida de las grandes masas, creó una crisis de identidad y generó penurias y desarraigo mayores que los que pretendía erradicar.
Las ciudades contemporáneas suponen suerte de plataformas artificiales en las que los residentes y recién llegados son absorbidos por un modo de vida en el que subsistir obliga a alcanzar ciertos niveles de consumo en educación, sanidad, transporte, vivienda y hasta vestimenta.
El mundo del hedonismo reinante en estos espacios es el de la moda, la fotografía, la propaganda, la televisión y los viajes.
Es un mundo de simulación en el que se vive para las expectativas, para lo que vendrá más que para lo que es y debe venir sin esfuerzos.
Los ingresos necesarios para reacomodarse a esos estándares generalmente están lejos del alcance de muchos, lo que explica los elevados índices de inseguridad ciudadana, enfermedades nerviosas, estreses y suicidios, que acompañan a este proceso.
Uno de los más influyentes arquitectos holandeses de las últimas décadas, Rem Koolhaas, opina que en esta época la arquitectura se debate en una duda permanente sobre la dualidad naturalidad —artificialidad, por la incapacidad de reconocer la vida fuera del centro de las ciudades.
"Esta duda ha condenado a los barrios a pertenecer a una condición obligatoriamente secundaria, sin otorgarles ninguna capacidad para vivir y ser felices”. Esta duda es algo que nos cuesta muy caro. Nos cuesta el placer de las ciudades", comentó Koolhaas al diario español El País.
"Nuestra incapacidad para modernizar el concepto de lo urbano nos ha conducido a un terrible urbanismo loco”, que nos rodea con su mediocridad, con un simbolismo sostenible de la peor calaña, con un cinismo verde, una nulidad del espacio público que se ha convertido en exclusión cada vez más radical", añadió.
Los cantos de sirena del desarrollo económico, basado en la industrialización y el mercado, apuntalaron con éxito el predominio de las metrópolis urbanas pero desataron procesos de creciente frustración en el orden personal y colectivo entre sus habitantes.
La proliferación de los cinturones de miseria, favelas, precarios y otros modos, forman parte del listado de los peores efectos del aliento a la búsqueda de oportunidades en las ciudades y de la concentración en ellas de los bienes y servicios más deseables.
Estos barrios reflejan con mayor nitidez la incapacidad de la sociedad de consumo de favorecer a todos por igual y el incremento de las desigualdades que genera, contraproducente para la mayoría de la población.
Seguidores de estos temas concuerdan en que la globalización neoliberal fue la principal impulsora del modelo único de ordenación de los espacios, en núcleos de atracción de capitales y productos, más densos en población e información, y áreas de apropiación y de vertido.
Este proceso reforzó la tendencia a construir para la venta o el alquiler, es decir, por unidades interpuestas que buscan la multiplicación del beneficio monetario más que el disfrute de los futuros usuarios, de acuerdo con el economista español, José Manuel Naredo.
A tono con ello, los capitalistas maximizaron al menor costo posible el volumen construido por unidad de superficie hasta donde se lo permitieron las legislaciones vigentes en cada territorio o país y de ser necesario, alentaron cambios en estas, en su beneficio.
El aprovechamiento de la superficie y la expansión hacia arriba distinguen a esta etapa del desarrollo urbanístico, que goza de las ventajas del perfeccionamiento técnico y del abaratamiento de los procesos constructivos, explica Naredo.
Las mejoras en el manejo del hierro y del hormigón permitieron dotar a los modernos edificios de un esqueleto de vigas y pilares independientes de los muros, capaz de soportar un gran número de plantas y de conseguir un volumen superior en gran escala al de los edificios tradicionales.
El especialista español precisa que todo ello con un costo inferior y a partir de la sustitución del trabajo humano por energía fósil.
La estética universal alentada en correspondencia con el pensamiento único redundó en más de una ocasión en la demolición de ciudades históricas o partes antiguas de estas, con los consiguientes daños al patrimonio tangible de las naciones y a su cultura en general.
La posibilidad de elevar el volumen sobre el suelo trajo consigo, a su vez, el acrecentamiento del gasto energético, pues para hacerlos habitables hubo que recurrir al empleo desmedido de ascensores y aparatos de acondicionamiento de la atmósfera y por ende, al redoblamiento del consumo de electricidad.
El desarrollo de las Tecnologías de la Información y la Comunicación incidió en esa urbanización desproporcionada, que no redujo el hacinamiento legado y si impulsó el deterioro del medio ambiente, al redoblar la dependencia del transporte, por la dispersión de los usos y servicios.
La cantidad creciente de desechos sólidos generados por las enormes poblaciones de estas urbes obliga a aumentar la sistematicidad y el número de vehículos destinados a la recogida, lo que multiplica los gastos.
Esto es un problema en los países pobres fundamentalmente, donde los Estados apenas cuentan con presupuestos para resolver necesidades sociales indispensables y en consecuencia, crecen la insalubridad, la inhabitabilidad, y el movimiento de protesta frente a ello.
El empeoramiento de las condiciones de vida en el campo, como resultado directo de la aplicación de las doctrinas neoliberales, arrastró a millones de personas hacia los núcleos más concentrados de atracción de capitales y productos.
En similar medida, la proyección internacional de las relaciones de la ciudad con el entorno hizo que la tradicional emigración del espacio rural a las urbes ganara un nuevo rostro en el flujo de seres humanos de los países pobres a los más ricos.
El arribo de inmigrantes a las ciudades, provenientes de los campos nacionales o de otros países, obliga continuamente a reacomodar concepciones en el diseño urbanístico para organizar un espacio económico más amplio y capaz de garantizar de forma estable los abastecimientos.
Una de las polémicas más graves de nuestro tiempo está ligada al modo de urbanización y guarda relación con el afán por extender a todas las regiones del mundo los patrones de vida de las metrópolis mundiales.
Ello, pese al probado impacto que supondría sobre la naturaleza en cuanto a explotación de sus recursos y a generación de residuos, de los cuales existen suficientes muestras.
En este contexto, varios entendidos concuerdan en que la reducción de los límites de las urbes es una urgencia, más chocan con los intereses de quienes priorizan el lucro antes que el alcance de metas sociales, ambientales, u otras provechosas a la especie humana. Tales anomalías son las que alientan cada vez más la conciencia crítica de gran parte de sus habitantes, que tienden a sensibilizarse con los crecientes conflictos y deterioros provocados por el orden social, ambiental y espacial imperante.
La cuestión alcanza tal envergadura que rebasa los límites locales o nacionales y en forma progresiva está obligando a una acción mancomunada de gobiernos de todo el planeta en aras de revertir esa situación.
(*) Especialista en temas de América Latina y el Caribe
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