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Domingo 18 de agosto de 2013

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Cultural El Duende

El saxofonista y su perro cantor

18 ago 2013

Fuente: LA PATRIA

(Relato madrileño) • Raúl Rivadeneira Prada, escritor, abogado y periodista, es autor de una treintena de obras, entre ellas, tres libros de cuentos: “El tiempo de lo cotidiano” (1987), “Colección de vigilias” (1992) y “Tiempo de Ficción” (2007); asimismo, tres libros de crítica y estimación literaria: “El grano en la espiga” (1997), “Troja literaria” (2002) y “Escritores en su tinta” (2009). En el cuento que se publica a continuación “El saxofonista y su perro cantor”, Rivadeneira Prada explaya el recurso de los paralelismos y casualidades que envuelven a sus protagonistas.

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Primera de tres partes

Media mañana fría de avaro sol en Madrid, dominada por el viento que barre las calles acumulando la hojarasca rezagada en los rincones de las aceras. Las banderas izadas en las cúpulas de los edificios más altos flamean vivamente, y, asidas a sus mástiles, se resisten a salir disparadas por el cielo cargado de nubes grises o caer a tierra y seguir la suerte de las gorras y sombreros de descuidados transeúntes que ruedan velozmente, inalcanzables, por las anchas avenidas del centro. Con la cara azotada por gélidas rachas de aire frío del declinante invierno, un hombre viejo y su perro circulan por la Plaza de la Cibeles. El hombre es Albert Flüssenschwarz, austriaco, de setenta y pico años, barba blanca y melena gris ondulada sobre los hombros. La chaqueta verdusca, por descolorida, hace tanto juego con su viejo tirolés de fieltro como la rosácea bufanda de lana con la pluma roja incrustada en la faja trenzada del sombrero. Los pantalones, que alguna vez fueron azules, tienen ahora una coloración grisácea bruñida, que delata su estirpe de lana inglesa. Sus ojos azules, debajo de gruesas y desordenadas cejas blancas y detrás de unos lentes montados casi sobre sus fosas nasales, parecen tramontando lejanías, lucen ausentes, como si en ellos se hubiera congelado una antigua tristeza. Acortó su apellido a Fluss para que los demás pudieran pronunciarlo fácilmente. Ajusta su vida al aforismo sartreano Felicidad no es hacer lo que uno quiere sino querer lo que uno hace, sentencia que cumple al pie de la letra porque encaja muy bien en los principios que le legaron sus antepasados

Fluss tiene la firme convicción de que no es un mendigo, aunque su apariencia diga lo contrario, así como está seguro de que tampoco son vulgares indigentes los “artistas” que en la playa de Puerta del Sol maravillan a la gente exhibiéndose como estatuas de metal o de piedra, casi perfectas: este que representa a un barrendero; ese que parece una figura sacada del Jardín de los Fugitivos de Pompeya víctimas de la erupción del Vesubio en el 79; aquel que representa un yoga o un faquir rígido, inmutable, sin que se le mueva un pelo, sentado toda la mañana a metro y medio de altura sobre un platillo en la punta de un palo de escoba… y todos exponiendo su arte por un poco de dinero sin otra aspiración que conseguir lo suficiente para pasar el día. Fluss cree impropio de una persona sana, que se respete a sí misma, extender la mano o solo volcar el sombrero a la espera de la caridad ajena, y más degradante aún acosar al prójimo exigiéndole a gritos que le dé dinero. Varias veces le había oído decir a su abuelo en Salzburgo: “Un hombre de bien debe dar siempre algo de sí a cambio de lo que recibe”, y: “Quien tiene dos brazos para trabajar y una cabeza para pensar, jamás se morirá de hambre”, máximas que el nieto adoptó como reglas de conducta para el resto de su vida, por eso retribuye los óbolos del público callejero con ejecuciones de su mejor repertorio musical.

Fluss no pide limosna cuando deja abierto el estuche de su saxofón al paso de los transeúntes. Tiene muy claro que recibe una paga, aunque magra, por sus actuaciones artísticas. Y si nadie le diera nada, como ya sucedió alguna vez, no tendría importancia ni mayor consecuencia que dejar de comer por un día, mas no por eso apelaría a la conmiseración de sus semejantes, convirtiéndose en un vulgar limosnero. Y no es que tuviera algo contra los mendigos, ¡al contrario! los respetaba y admiraba su capacidad de vivir en permanente penuria y humillaciones como aquel hombre de brazos mutilados desde los hombros que en la Calle de Preciados sujeta y sacude enérgicamente con los dientes una lata de monedas, haciendo el mayor ruido posible para atraer la atención del público. Fluss jamás ignora a los más necesitados, suele, según sus posibilidades, compartir con ellos algunos centavos o un trozo de pan, y reza por ellos en silencio, especialmente cuando toca su precioso instrumento, sentado sobre un banco de madera de la Plaza de la Lealtad, frente al obelisco conmemorativo de la inmolación de un puñado de patriotas madrileños el 2 de mayo de 1808. A sus pies yace un perro de pelaje marrón amarillento, con el lomo oscuro, como si tuviera encima una manta protectora del rigor invernal. Cuando el músico descansa, el perro también, hasta el momento en que oye salir del saxofón un acorde suspendido que reconoce como la señal de que ha llegado el momento de incorporarse, entonces se despereza, sacude la modorra para echarla al viento, y, sentado sobre sus cuartos traseros, ‘canta’ con moldeados aullidos que se ensamblan en la melodía, en una pose señorial nada común en un perro, en una actitud imitativa de su dueño quien mientras toca se abstrae totalmente de su entorno, se diría que Fluss vive cada nota con la mirada perdida en otros tiempos, en otras latitudes. Las pupilas del can lucen también extraviadas mientras dura la actuación de su amo.

Fluss esparce en el aire de la Plaza de la Lealtad, desde las diez de la mañana, intermitentes trozos de un amplio repertorio de jazz antiguo y moderno, blues y baladas, con igual maestría que Johnny Hodges, Charlie Parker, Cannonball Adderley y Fausto Papetti; con la música de Miles Davis, la leyenda del jazz, y del no menos legendario Louis Armstrong cuya mágica trompeta parece rebrotar, más ronca, desde la campana del saxo.

Al mediodía, Fluss obsequia a los viandantes de esa alameda fragmentos de música clásica, principalmente de piezas de Mozart y Beethoven que él mismo adaptó para su saxo alto: Eine Kleine Nacht Musik y la Marcha turca, del primero; Para Elisa, del segundo; músicas que todos disfrutan y aprecian. Y no es que su repertorio se limite a ellas, no. Fluss fue en otro tiempo no muy lejano capaz de salir airoso con interpretaciones de mayor exigencia como el Concierto No. 40 de su paisano, porque Fluss es también oriundo de Salzburgo, quinto hijo de una familia de agricultores.

Algunas veces había congregado multitudes de oyentes ejecutando el Concierto de Aranjuez con tal maestría que, de oírle, el propio Joaquín Rodrigo se habría asombrado. Eso hacía cuando sus pulmones todavía respondían a sus exigencias, casi limpios, porque Fluss es un fumador empedernido desde su adolescencia. Poco después de su llegada a España, le atacó un mal que los médicos del servicio de atención sanitaria gratuita del Ayuntamiento de Madrid declararon como estado de “invalidez respiratoria” ocasionado por un enfisema pulmonar irreversible, complicado con bronquitis crónica de la que nunca pudo librarse. Por eso tuvo que renunciar a bandas y grupos orquestales, y resignarse a tocar el saxofón al aire libre, pero no durante más de un minuto sin que le sobrevenga un violento acceso de tos que le deja la sensación de tener en el pecho ásperos trozos de guijarros que no termina de expulsar, y que cuando está a punto de hacerlo retornan a taponar sus vías respiratorias, hasta el próximo ataque. Esa es la razón por la que Fluss solo interpreta fragmentos cortos de su vasto repertorio que con el tiempo ha ido reduciendo hasta quedarse con las piezas que más disfruta la gente, como la Pequeña serenata nocturna, melodía que aún detiene el paso presuroso de los que van y vienen del Museo del Prado. En el estuche abierto del instrumento resuena el tintineo de las monedas con que se acrecientan los ingresos del día, pero Fluss no se impresiona por ello, queda agradecido, sí, por las contribuciones, pero más aún porque le han oído atentamente, y aunque no le aplaudan, le basta con que muevan la cabeza en señal de aprobación, no importa si de soslayo o volviéndola por encima del hombro, como hacen los viandantes cuando algo llama su atención y no pueden detenerse porque la vida los abarraja con diversas premuras. Hoy ha sido un día de excepcionales ganancias en metálico y en gozo espiritual, por eso Fluss agradece una vez más, ¡cómo no! a la vida, a la gente, a la ciudad, a su perro…

*

Nicoleta Nedescu, una bella rumana de veinticinco años, trigueña, de ojos verdes, esbelta, instala por las tardes su escenario musical sobre la acera oeste de la Calle de Alcalá. Apoya sobre el muro de la Academia de Bellas Artes un póster de Paganini que, con las gigantescas calcografías de Francesco Battagliogli y Francisco de Goya, colgantes de la parte superior, hace un magnífico telón de fondo. Sobre el suelo, acomoda el estuche abierto de su violín, no es un Stradivarius ni mucho menos, pero le da de comer y le salva de prostituirse en los alrededores de Callao o en la Plaza de Jacinto Benavente como aquella muchachita de trece o catorce años, vestida de gitana, que en medio de agresivas y soeces golfas se inicia en el oficio más antiguo. Entre las diez de la mañana y las cinco de la tarde, debe de reunir no menos de quince euros para entregarlos a su abuela regordeta, diabética, enferma de várices y con los pies desnudos cubiertos de callos y costras negras, que se echa a dormir al rincón de la acera, donde comienza el Paseo del Prado, cerca de la Fuente de Neptuno, dejando al alcance de la mano un vaso de plástico tan sucio y negro como sus cabellos, para que la gente arroje en él unas monedas. Ya no le importa o ya no tiene fuerzas para pedir limosna de viva voz. Nicoleta se estremece al pensar que a ella pudiera sucederle algo parecido. Estas ideas pasan por su mente mientras se esmera en repasar sobre la superficie del violín un paño verde. Cuando hace sol esparce una capa de crema sobre sus hombros y brazos desnudos. “Esto es mejor –se consuela mirando su escenario–, mil veces mejor que limpiar las nauseabundas alcantarillas de las calles. Nicoleta se siente afortunada porque ahora tiene otra ocupación: de once a una y media, distribuye en las inmediaciones del Museo del Prado volantes del Restaurante El tinterillo manchego, a cambio de media ración del menú del día.

Continuará

Fuente: LA PATRIA
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