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Domingo 18 de agosto de 2013

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Cultural El Duende

Tarjeta de visita. Constancia del paseo por la exposición

18 ago 2013

Fuente: LA PATRIA

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Recorremos el ala derecha de la sala observando las fotografías de Cecilia y pensamos en muchas cosas. Visitamos lugares como Riberalta, el Chaco, Copacabana, a través de una mirada que no es la nuestra sino la de la artista, y reparamos en objetos, ángulos, animales, plantas que acaso, de haber sido nosotros los viajantes, hubiesen pasado inadvertidos para nuestros ojos y más aún para nuestra cámara fotográfica de turista o de viajero, pensando en la clara distinción que hay entre ambos y que ha sido desde hace un par de siglos, tan evidente desde la perspectiva de occidente, ya que ambas conllevan una profunda diferencia vivencial.

Ahí tenemos, en pintura, las imágenes de la Grecia clásica o del antiguo Egipto pintadas por viajeros impenitentes de aguda intuición sobre un mundo perdido susceptible de ser rescatado desde el arte. O Gauguin en las antípodas parisinas. En literatura, también abundan los ejemplos. Los viajes de Goethe, o los periplos literarios de Paul Bowles, por citar sólo dos ejemplos.

Cecilia, además de ser una viajera, no turista, es una artista que potencia la visión experimentada in situ a través de la fotografía, con la intervención de otra técnica iconográfica: la pintura, mencionando además un segundo momento de la fotografía ulterior al obturador, como es el tratamiento cromático de la fotografía al ser revelada.

Tres tiempos entonces intervienen para proporcionarnos un elaborado abordaje al objeto mostrado que penetra a una profundidad, de campo, podríamos decir, en el objeto mismo. No otra cosa muestran los trazos a espátula, por ejemplo, de las crestas y piquetas de gallos y pavos. O ese pequeño tratado del heroísmo entre un muñeco y un perro que, con un antifaz de otro mundo nos habla de la hermandad propiciada por el mismo suelo desnudo entre él y el superhéroe de juguete.

O esa casa de Copacabana que reclama su pertenencia a la tierra con un trazo de certero ocre, frente a la omnipresente vida lacustre que refleja y duplica todo lo que alcanza. Así también las piedras que forman un fogón en Riberalta y, sin recurrir a la vegetación u otros símbolos, nos muestra el calor remarcado por un trazo de horno, ceniza y rastro de fuego.

En el ala izquierda de la sala, el desplazamiento se ha detenido y la mirada se ha agudizado en la quietud del hogar hasta recalar, con obsesivo enfoque, en la minucia cotidiana que testifica otro viaje, el de la cotidianidad de los días de la vida plagada de objetos “insignificantes” que, sin embargo son ligeramente audibles en el quiasma de su estremecimiento existencial.

Hace aproximadamente un mes, a propósito de esta exposición que Cecilia preparaba, escribí un brevísimo texto, y lo hice apenas viendo un puñado de las fotografías que ahora forman parte de esta exposición que apenas pude entrever en esa ocasión en la casa de Cecilia, es decir, buscando las huellas que estaban a punto de imprimirse. Unas huellas anticipadas de lo que ahora podemos ver en esta sala. Dice el texto:

“Alejada de lo extraordinario, buscando –y encontrando– las huellas de la vida común en los objetos más rutinarios, los menos visibles a la mirada interesada en lo enfático, el arte visual de Cecilia Lampo transita –amable y temporalmente– el ámbito privado que aúna imperceptible, incesante, imprescindible, la vida –esa de todos los días– y el arte, ese que también está todo el tiempo presente en la fascinación silenciosa de los objetos, cuya muda voz es audible para la artista”.

En este punto existe una grata coincidencia entre lo planteado por la artista y lo que alguna vez escribí en un poema, ya que Cecilia afirma que “Escudriñando en las maneras de ser, fascinada por las acciones silenciosas, presento historias mudas que intentan contar, de manera elocuente, relatos de lugares propios circunscritos en nuestro tiempo”.

El poema al que me refiero se llama La débil música de las suaves cosas y dice así:

En la alta noche / la débil música de las suaves cosas. / Mientras el sueño consuma la quietud / las torres callan / los motivos de su altura. / Cada instante se estremece / y lo quedo nos habla con una voz más íntima. / No son las cosas que no tendremos nunca / son las que están / las que estuvieron siempre / y hoy / -complicidad contenida- / nos susurran una familiaridad irresuelta.

Imagino, que esa sintonía de mirada hacia los objetos entre las fotografías de Cecilia y el poema de mi autoría, explica el porqué yo estoy aquí esta noche.

En su primer libro de ensayos literarios, el mexicano, Juan Villoro, reflexiona acerca de los efectos personales. Luego de una revisión de las acepciones del vocablo “efectos” en nuestro idioma, acata la de bienes, muebles, enseres u objetos y nos refiere que “en un artículo incluido en Tremendas nimiedades, Chesterton disertó sobre las cosas íntimas y extrañas halladas en sus bolsillos. Ese breve inventario describe su carácter con mayor nitidez que la introspección. Algo parecido ocurre con los “efectos personales”. Últimos testimonios de quien hasta hace poco estaba sano o era libre, el llavero con el emblema de un equipo y el boleto que sirvió para tomar un tranvía se vuelven señas de identidad, entregan un mensaje adicional. “El hombre acorralado se vuelve elocuente”, ha dicho George Steiner. En la hora del riesgo, las bagatelas son efectos”.

Si bien Villoro lo dice en un determinado contexto en el cual “el lenguaje tiene una curiosa forma de esforzarse para lucir “irrefutable”, o por lo menos “oficial”. Cuando un paciente llega a una sala de emergencias o un detenido es presentado en la delegación de policía, las palabras habituales son sustituidas por otras que los diccionarios y la costumbre consideran más aptas para la ocasión. En ese límite entre la normalidad y el encierro, la enfermera o el oficial de guardia encaran al sujeto en apuros, y no le piden sus cosas o sus pertenencias, sino sus “efectos personales”.

De igual modo, las fotografías que constituyen esta exposición, muestran objetos que, si bien tienen un valor cotidiano, éstos han sido singularizados por la mirada de la artista y, mediante la reproducción fotográfica, han sido sacados de su hábitat utilitario y trasladados hasta una galería de arte. Entonces, ante este hecho consumado, estamos otra vez, inscribiendo nuestra cotidiana huella en uno de los problemas centrales del arte de los últimos cien años, o casi, ya que, recordemos, fue en 1917, en el Salón de los Independientes en Nueva York, cuando sucedió el escandalete que alcanzaría ribetes planetarios. Me refiero a la discusión sostenida por Bellows y Arensberg en torno a la obra “Fuente” de R. Mutt, que no era otro que Duchamp y la fuente un orinal.

Las consecuencias de aquella pequeña disputa siguen reverberando hoy en día en los museos y galerías de arte contemporáneo. El orinal nunca llegó a exhibirse –sólo quedó un registro fotográfico tomado por Stieglitz en su galería– , pero eso no impidió que se convirtiera en una de las obras de arte más influyentes del siglo XX. Curiosa paradoja: el artista que acabó aburriéndose del arte resultó ser a la larga más influyente que Picasso, el gran genio del siglo XX, y la obra que pretendía burlarse del arte, “Fuente”, acabó convertida en una referencia ineludible para los artistas contemporáneos de la segunda mitad del siglo XX.

Obviamente, las motivaciones de la artista, aquí son diferentes, pero es inevitable, al ver por ejemplo, estos jarritos y otros objetos, recordar el orinal duchampiano, ya que, como dice el ensayista colombiano Carlos Granés: Las consecuencias de aquello siguen reverberando hoy en día. Y citando nuevamente a Steiner, recordemos sus palabras: Todavía no se tiene conciencia plena de la influencia del dadaísmo.

Benjamín Chávez

Fuente: LA PATRIA
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