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Domingo 18 de agosto de 2013

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Revista Dominical

Apología de los mineros

18 ago 2013

Fuente: LA PATRIA

Por: Víctor Montoya - Escritor

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Estos hombres, encargados de excavar minas para extraer el metal del diablo desde las mismísimas entrañas de la Pachamama, son los verdaderos héroes de un país que desde hace siglos fue productor de materias primas, de esas materias primas que alimentaron a las monarquías europeas durante la Colonia y que, durante la malograda república, hicieron de los “barones del estaño” señores de corbata y levita, mientras ellos dejaban sus pulmones reventados por la silicosis en los inhóspitos socavones.

Los mineros son los arquitectos de un mundo subterráneo, donde reina el Tío de la mina, guardián de las riquezas minerales, pero también de las herramientas usadas para taladrar la roca en las galerías apuntaladas con soportes de callapos para impedir los derrumbes. No cabe duda de que el metal del diablo, en su estado más puro y salvaje, es un tesoro brillante y negro como el azabache, un tesoro que enriqueció a unos pocos y llenó la olla de las familias humildes, acostumbradas a cocinar sus penas y desgracias a fuego lento pero constante.

Contemplar el bostezo de una bocamina en la ladera de un cerro es lo mismo que enfrentarse a un monstruo dormido a plena luz del día. En su interior, donde no asoman los rayos del sol ni se respira el aire puro, el trabajo del minero es duro y riesgoso; rompe la oscuridad casi impenetrable con la lámpara enganchada al guardatojo y evita las partículas de polvo con el pulmosan. Muchas veces, aparte del esfuerzo físico que emplea para abrir los rajos entre penumbra y roca dura, trabaja en posturas forzadas y, como atrapado en una ratonera, recorre largas distancias, inclinado o de rodillas, para alcanzar los filones que, por los caprichos geológicos de la naturaleza, parecen reptiles enraizados en la corteza terrestre.

El minero nunca está libre de los “tojos” ni derrumbes que pueden provocarle la muerte por aplastamiento. La muerte no se produce por el castigo del Tío, como se imaginan los supersticiosos del mundo andino, sino por la falta de seguridad industrial; más todavía, si el minero no pierde la vida en un accidente de trabajo, la pierde en vómitos de sangre provocados por la silicosis, ese maldito “mal de mina” causado por la inhalación prolongada de partículas de sílice, gases tóxicos y compuestos químicos, que dificultan la respiración y hacen estallar los pulmones como tocados por una explosión de dinamitas.

No es raro suponer que los mineros, a fuerza de combos, palas y picos, revientan la roca en busca de los filones que les permita ganarse el sustento de cada día. Trabajaban como topos humanos, acostumbrados a la oscuridad y el silencio, y desafiando los peligros a cada instante, mientras el bolo de coca pierde su sabor en la boca y los músculos se les aflojan como si sobre sus hombros descansara todo el peso de la montaña.

Apenas empiezan la jornada en el tope del rajo, armados con taladros y cartuchos de dinamita, el sudor les corre por la espalda cual gruesos hilos de copajira; pero ellos, convencidos de que la mina es devoradora de vidas y sepultura de los pobres, se retiran a acullicar en el paraje del Tío, donde, sentados frente a frente, se comunican más las miradas que con palabras, como si quisieran decirse que las esperanzas de un mañana mejor no están perdidas, que todavía quedan las esperanzas de que un buen día se hará la luz entre las tinieblas de sus vidas.

Al volver a sus hogares, al seno de sus padres, esposas, hijos y hermanos, las esperanzas son más clarividentes, porque constatan que no están solos, que sus familiares y compañeros constituyen los pilares fundamentales de su ideología revolucionaria, la misma que se proyecta con precisión política en el programa del partido y en la tesis del sindicato. Por eso cuando están en asambleas, ampliados y congresos, asumen el compromiso de seguir luchando por conquistar sus reivindicaciones más elementales, conscientes de que la justicia social no puede ser, ni debe ser, un proceso fugaz, sino el principal objetivo para dignificar a los indignados y construir una sociedad más equitativa y humanista que la ofrecida por el sistema capitalista, un sistema que aprovecharon los magnates mineros para explotar despiadadamente y rifar las riquezas naturales al mejor postor a cambio de pobreza.

A estas alturas de la historia se sabe que la industria minera es –y fue durante más de un siglo- el corazón palpitante de un pueblo, que hizo posible el desarrollo económico, social político y cultural, aunque los verdaderos artífices de esta hazaña -los mineros y las palliris- se murieron y se mueren en el anonimato como almas condenadas al olvido.

La dramática historia de las minas y los mineros está escrita con sangre, pero no sólo con la sangre vertida en las galerías, sino también con la sangre derramada en los campos de combate y en las masacres perpetradas por las oligarquías, los gobiernos dictatoriales y neoliberales. Así es como la historia del movimiento obrero boliviano, que recoge el enorme caudal de la memoria colectiva, registra en sus páginas la masacre de Uncía (mayo, 1923); la masacre de la pampa María Barzola (diciembre, 1942); la masacre de Potosí (enero, 1947); la masacre de Siglo XX (mayo, 1949); la masacre de Huanuni (enero, 1960); la masacre de Milluni (mayo, 1965); la masacre de San Juan (junio, 1967); la masacre de Caracoles y Viloco (agosto, 1980); sólo para citar las más trascendentales y las que mejor se conservan en la memoria de los vencidos.

Muchos han sido los mártires que, a pesar de haber ofrendado sus vidas a la causa de los oprimidos, fueron ninguneados por la historia oficial. No obstante, así sus nombres y apellidos no figuren en las páginas de los libros, sabemos que a ellos les debemos la democracia actual y los procesos de cambio que se experimentan en el país, lejos de las dictaduras militares, los consorcios imperialistas y los gobiernos neoliberales que, una y otra vez, vulneraron los Derechos Humanos y los principios democráticos, amparados en la ley de la impunidad impuesta por los dueños del poder, quienes también creían ser los dueños de las riquezas naturales.

Después del Decreto 21060, promulgado por el gobierno de Víctor Paz Estenssoro en agosto de 1985, los mineros, echados de sus fuentes de trabajo, se vieron obligados a deambular por las ciudades en su condición de “relocalizados”; es decir, el mismo líder de la revolución nacionalista, que luchó contra la rosca minero-feudal y nacionalizó las minas, se ocupó de cerrarlas con el pretexto de la baja en los precios de la cotización del estaño en el mercado internacional y debido a que el ciclo de la minería había llegado a su punto final, como si los yacimientos de minerales se hubiesen esfumado por mandato divino o por la maldición del Tío, que es el único ser mitológico que habita en los tenebrosos socavones, sin quejarse ni salir a la luz del día.

Los campamentos fueron desmantelados, las familias retornaron a sus comunidades campesinas, pero muchos de los viejos mineros, que conocían los secretos de la montaña como geólogos empíricos y no sabían hacer otra cosa que explotar minerales, permanecieron en los centros mineros, formaron cooperativas y volvieron a meterse en las galerías abandonadas para extraer el metal del diablo en condiciones infrahumanas, sin contar con las garantías técnicas de parte del Estado y sin ningún tipo de seguridad laboral ni beneficios sociales.

En la actualidad se calcula que existen al menos 175.000 cooperativistas, 17.000 mineros estatales y 13.000 privados, quienes se dedican a extraer, procesar y exportar el metal del diablo por miles de toneladas. Esto quiere decir que Bolivia, a pesar del pesimismo manifestado por los gobiernos neoliberales, sigue dependiendo de la producción minera y que, por eso mismo, se debe mejorar tanto la productividad como las condiciones de trabajo. No se debe permitir el trabajo infantil en las minas ni que los topos humanos sigan horadando la roca con lo que tienen a mano. Los mineros se merecen todas nuestras consideraciones por haber sido la columna vertebral de la economía nacional desde que Simón I. Patiño descubrió los filones más ricos de estaño en las montañas de Llallagua.

Fuente: LA PATRIA
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