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Domingo 21 de julio de 2013

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Cultural El Duende

EL MÚSICO QUE LLEVAMOS DENTRO

La música Boliviana en la segunda mitad del siglo XX

21 jul 2013

Fuente: LA PATRIA

Segunda parte

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Alberto Villalpando

Marvin Sandi era un hombre de estatura baja, de complexión robusta. Su rostro, de mirada seria y de rasgos bien definidos, de labios gruesos, nariz recta y de barbilla firme, inspiraba respeto. De barba muy poblada, parecía mucho mayor de lo que en realidad era. De carácter sanguíneo, era propenso a la ira y despreciaba profundamente la improvisación. El mundo del arte y de la cultura debía ser serio en extremo. Era goloso y de una abrumadora sensualidad. Trabajador, apasionado amante de Bolivia y, de vez en cuando, desproporcionadamente sentimental. En cierta oportunidad, asistimos a un concierto en el Teatro Colón ofrecido por Jaime Laredo, quien hacía poco tiempo había ganado el Concurso de la Reina de Bélgica. Marvin se echó a llorar desconsoladamente por la intensa emoción que le había producido, no sólo la inmensa musicalidad de Laredo, sino el hecho de que era boliviano. Lloraba a mares, sonándose las narices y secándose las lágrimas con un pañuelo que yo veía inmenso, ante el asombro de algunos argentinos que lo miraban de reojo y con desconcierto. Nervioso y de movimientos rápidos, era muy buen pianista y tocaba con enorme inteligencia y expresividad. Con él aprendí a leer las partituras, no sólo en lo que a notas se refiere, sino en lo tocante al fraseo, dinámicas y observaciones sobre el tempo. En Buenos Aires, vivimos juntos tres años y juntos nos iniciamos en el estudio de la filosofía. Allí lo vi escribir su sonata para piano y un cuarteto para cuerdas. Esta última obra, y los incidentes que tuvo al escribirla, determinaron, de algún modo, el abandono que hizo él del Conservatorio Nacional de Buenos Aires, y, quizá, de la música. La modalidad que entonces tenía el Conservatorio para la enseñanza de la composición era la siguiente: un profesor comenzaba el curso con un grupo de alumnos y avanzaba con ellos los seis años que duraba la carrera, luego el profesor volvía a iniciar otro ciclo similar. Marvin se inició con el compositor ruso-argentino Jacobo Ficher, y bajo la guía de él escribió sus tres piezas para piano, sus dos preludios, un ciclo de canciones cuyo destino ignoro, pero recuerdo que había elegido el poema “Claribel” de Tamayo, la sonata para piano y ahora se hallaba escribiendo el cuarteto. Él quiso hacerlo dodecafónico, pero Ficher era reacio a esta técnica de composición y había prohibido a sus alumnos utilizarla. Ante esta discordancia Marvin optó por el secreto. No dijo que estaba usando la dodecafonía y el trabajo prosperaba sin mayores dificultades. Pero Marvin cometió un desliz. Él anotaba sus series dodecafónicas en el mismo papel en que escribía el cuarteto y cada vez borraba las series para mostrarle el avance del trabajo al profesor. En una de esas, simplemente se olvidó de hacerlo y Jacobo Ficher descubrió lo que él llamó “una impostura”, Marvin, que era de pocas pulgas, le dijo que era un retrógrado atrasado, y abandonó la clase. El cuarteto se quedó en un solo movimiento y Marvin se dedicó cada vez con más ahínco al estudio de la filosofía. Sin embargo, asistió a las reuniones musicales que realizaba Juan Carlos Paz, el único compositor dodecafónico de Argentina y, en esa época, de América Latina. Pero, donde más volcó su tiempo y su interés fue en el Colegio Libre de Estudios, dirigido por el filósofo argentino Francisco Romero. Volvió a Bolivia a mediados de 1961, organizó en Potosí una filial del Colegio y, paulatinamente, fue olvidándose, por así decir, de la música y entregándose íntegramente al estudio de la filosofía. No obstante, sus reflexiones sobre el arte musical, sobre el folclor y sus implicaciones frente a un arte musical elaborado, etc., etc., son de lo más importantes en el pensamiento musical boliviano. La última vez que estuvimos largamente reunidos, en Potosí, le hice oír la grabación de una obra mía. Se emocionó como aquella vez de Jaime Laredo y, llorando, me abrazó y me instó a seguir componiendo, ya no solamente como un fenómeno expresivo, sino como “la responsabilidad de todo buen boliviano que se debe a su patria”, así lo dijo. Porque ésa había sido la mística que nos llevó a Buenos Aires: estudiar y aprender todo lo que pudiéramos para volver y enseñar en nuestro país lo que habíamos aprendido. Jamás, pues, tuvimos el propósito de quedarnos fuera de Bolivia, aunque él dio fin a su vida lejos del país que tanto amaba.

Pero estas evocaciones no se terminan aquí. Uno se relaciona con las gentes de diversas maneras. Con Marvin tenía una amistad de carácter intelectual, artístico. Con Florencio Pozadas éramos, además, amigos de juerga. De vez en cuando solíamos tomarnos unos tragos o salíamos con amigas. Era, sin duda, una relación más comprometida con lo cotidiano. De tanto en tanto, él me prestaba plata o yo a él. De alguna manera, nuestra amistad se mostraba más fluida, más irresponsable. No en vano habíamos sido compañeros en el kinder y en la escuela. Florencio tenía algunos rasgos de mulato. Pelo ensortijado, labios gruesos, piel oscura y ojos negros. Fanático, intransigente, malhumorado. Mantenía una relación ríspida con Marvin, quien tampoco era un santo y podía ser irónico y hasta sarcástico. Difícilmente podían estar los dos juntos, se rechazaban mutuamente. Confieso que yo a veces me divertía poniéndolos en oposición. Cuando Marvin dejó Buenos Aires para volver a Bolivia, decidimos con Florencio vivir juntos. Él trabajaba para poder sostenerse en la Argentina; lo hacía en una fábrica de planchas eléctricas. Ganaba bien y siempre tenía más plata que yo, pero claro, menos tiempo para dedicarle a la música. Eso a veces lo deprimía y motivaba una serie de reproches que me hacía: “que para qué lees tanto cuando podrías componer más; que en lugar de comprar libros podrías comprar partituras”. Estudiaba violín con Varady, concertino de la Orquesta del Colón, y percusión con Antonio Yépez, esto último en el Conservatorio Municipal, y eso es lo que lo llevó a ser miembro del conjunto Ritmus, de percusión y, posteriormente, percusionista de la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires. Me enseñó infinidad de trucos sobre estos instrumentos. En 1964, que fue el último año que estuve en Buenos Aires, Florencio inició sus estudios de composición con Gerardo Gandini, de quien era amigo, así como de otros músicos argentinos. Su ingreso en la Filarmónica le permitió abandonar las fábricas y dedicarse por completo a la música. Ahora era un hombre feliz. Eso mismo le dio mayor calor a nuestra amistad, asistíamos a conciertos y él criticaba todo. A ver si los timbales estaban o no desafinados, si tal o cual director se expedía bien o no. Así es como lo vimos a Stravinsky dirigiendo su Consagración y festejábamos con asombro y sonrisas complacientes cómo el viejo maestro iba por su lado y la orquesta por el suyo. Juntos tuvimos un romance con dos hermanas, él con la mayor y yo con la menor, juego de palabras que, asociadas al léxico musical, se prestaba a infinidad de variantes equívocas y cómicas.

Fuente: LA PATRIA
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