Jueves 18 de julio de 2013
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Todos deseamos fervientemente que en nuestra patria predomine la libertad; que seamos prósperos; que nos proteja una administración de justicia proba e independiente; y que nuestras autoridades sean legítimas y honradas. Este es todavía un sueño incumplido. Tenemos tan arraigada la frustración, que hay una suerte de gozo enfermizo por el maltrato histórico, y por nuestros fracasos que los celebramos con desfiles vistosos y entusiastas. Son pocos los que se acuerdan de las verdaderas victorias, como la épica batalla de Ingavi de 1841.
Este sentimiento derrotista nos está llevando la resignación, pues hay quienes creen que nada puede hacerse para escapar de un futuro de atraso y de ausencia de libertad. Parecería que sólo logramos consolarnos con los males ajenos: terremotos, inundaciones, tornados y otras calamidades, mientras entre nosotros no hay empeño para corregir rumbos y así alcanzar un destino honroso.
Los vaticinios lanzados en arengas populacheras de que nos aguarda un futuro idílico –la meta que se aventuró fue igualar en pocos años el grado de desarrollo de la admirable Suiza–, no alcanzan para superar el descreimiento; menos aún cuando se señala como culpables de todos nuestros males a los ‘otros’, es decir a los que piensan diferente.