El presidente Hugo Chávez ha comenzado a perder el control de la situación en Venezuela, un país que se proponía gobernar por lo menos 20 años más.
Ha organizado uno de los mejores sistemas de fraude electoral, tiene montado un aparato de seguridad casi infalible, pero ha olvidado cuidar la economía.
Sus métodos para el fraude y su seguridad personal fueron exportados con éxito, como sabemos los bolivianos, y también está empeñado en exportar su política económica.
Su última decisión en materia económica fue despedir al ministro de Energía, Angel Rodríguez, como castigo por la crisis de energía eléctrica que vive su país.
Todos los demás venezolanos saben que la crisis energética no fue provocada por el ministro despedido, sino por la política económica que desalentó las inversiones en el sector, política que fue dictada por Chávez.
El método populista de Lula da Silva, en cambio, consiste en alentar a las empresas a producir electricidad barata para dársela a los ciudadanos a precios de regalo. Lo importante, según Lula, es llegar a la gente, no asustar a los inversionistas ni nacionalizar nada.
Antes de despedir al ministro de Energía, Chávez ordenó el cierre de cientos de comercios que habían elevado los precios después de la devaluación del bolívar. Y anunció que esos comercios serían entregados a los trabajadores, para que los administren sin elevar los precios.
Chávez quizá no esté enterado que se ha lanzado a una guerra muy difícil, de la cual nadie ha salido victorioso. Hace tres años, en esta columna, hice esta referencia histórica:
El emperador romano Diocleciano, en el siglo III, fue el primero que quiso combatir la inflación atacando a los vendedores en lugar de alentar la producción de alimentos. Decretó la pena de muerte para los especuladores. Dicen sus biógrafos que Diocleciano era “cruel y sanguinario”. Era de origen humilde, “astuto e inteligente”.
El problema de este antecedente histórico es que la inflación romana no cedió. Había comenzado criticando a los productores, a “los hombres que nadan en su riqueza”. Provocó guerras internas. Cambió la moneda. Pero nada consiguió. Tres años después de iniciada la campaña contra la inflación, Diocleciano terminó dando a los ricos productores millonarios incentivos, para que produzcan más. Se retiró de la política y se fue a atender una chacrita que tenía en Salona. Su aporte fue haber creado el impuesto a la prostitución.
Y hay más casos para recordar. El excelente periodista brasileño Clovis Rossi recordó hace pocos días que en 1986 el ex presidente José Sarney, ante el aumento del precio de la carne de res, ordenó al Ejército matar vacas en el pasto, a balazos.
Cuando pararon los disparos, poco tiempo después, la inflación llegó a 80%, igual que la impopularidad de Sarney.
La economía venezolana decreció el año pasado en 2,9%. Ese país está importando crudo liviano, más o menos 2,6 millones de barriles por mes, para resolver los problemas de sus refinerías. Así y todo decidió enviar gasolina barata a Irán, para su amigo de apellido impronunciable.
Aquí está la clave de los errores de Chávez: mezcla economía con política. Toma decisiones económicas inspirado en sus preferencias políticas. Y así le está yendo.
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