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Domingo 07 de julio de 2013

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Cultural El Duende

Las tres Claudinas, y una cuarta, en la literatura boliviana

07 jul 2013

Fuente: LA PATRIA

“Las tres Claudinas, y una cuarta, en la literatura boliviana” o “La traición del inconsciente” fue publicado en la revista chuquisaqueña “Universidad de San Francisco Xavier”, tomo XVI, ediciones 37-38, en 1951 por el crítico literario y ensayista Enrique Vargas Sivila (Potosí, 1904 - Argentina, 1991)

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Segunda de tres partes

La Claudina de Medinaceli “era de una atrayente fisonomía morena, tipo de la criolla que más que propiamente por la estatuaria belleza, seduce por ese algo inefable que se llama la gracia, tanto en lo donairoso del andar como la picaresca sonrisa y el diamantino lucir de sus ojos negros”; “falda roja y corpiño blanco”; “la espesa cabellera negra partida en una raya en el somo de la cabeza, le caía en dos crenchas, repartiéndose por detrás en dos trenzas gruesas hasta más debajo de la cintura”; “fluía una primaveral euforia de toda su persona”. “La Chaskañawi, fruto jugoso de la campiña, albérchigo rosado y sabroso de tierra virgen, era la afanosa germinación potente y cálida, el estrépito creador y la euforia dionisíaca de la primavera”. “Provocativa, Claudina bailaba con desenvuelto donaire, nalgueando voluptuosamente y batiendo por lo alto el pañuelo”; “al final de cada cueca se ponía a zapatear con tal firmeza y energía que no parecía sino que en vez de cansarse con tanto baile y taconazo, a cada conclusión de cueca recobraba nuevos bríos e iba enfureciéndose cada vez más como esas yeguas de carrera que cuanto más corren, más ganas tienen, una gana loca, de seguir corriendo”- “Erguida en el centro de la tienda, el cuerpo escultural, la cara rebosante de vida, frescos los labios, luminosa la mirada, desafiante el ademán, era la imagen de la mujer bella, en pleno triunfo de su vitalidad de hembra bien nacida”.

Por lo visto, no todas las Claudinas son temperamentalmente iguales, aunque parece que lo fueran o quisieran ser –por encima, incluso, de la intención de los autores–, ni los hombres que aquí figuran, a pesar de su semejanza, responden siempre a una idéntica sensibilidad.

De ellas, la de Llallagua, con toda su juventud, su coquetería y atracción, es más bien de recatada y discreta femineidad. Es una mujer trabajadora, casi ingenua, casi blanda, que se entrega al sentimiento y se deja “seducir”; la de Uyuni es esencialmente provocativa y sensual, pero calculadora y práctica: “poco dispuesta a los favores transitorios, deseaba justamente una situación estable y un hombre a quien pertenecer”; la de San Javier de Chirca, instintiva y felina, es “absorbente”, voluntariosa, descarada, si se quiere, hasta el cinismo.

Mas, se advierte, sin mayor dificultad, en las dos últimas Claudinas, una evolución sucesiva de la personalidad a partir de la primera –la mozalbete, o el germen– en el sentido del progreso, de la perfección, del refinamiento de las cualidades anímicas y físicas, hasta culminar en el espécimen mismo de la chola boliviana.

De ellos, Martín Martínez se muestra un mozo optimista, decidido, observador y amigo de las aventuras, pero austero y extremadamente correcto, de “espíritu delicado”; Joaquín Ávila, si bien es tunante y vivaracho, con más mundillo provinciano, es también fácil presa de las pasiones y de las tentaciones “como todo abúlico”; y Adolfo Reyes, pusilánime por excelencia, introvertido, “arisco, reconcentrado, de pocas palabras”, y de pocos amigos, es un caso irremediablemente serio; sin embargo, como Martín, preséntase razonador y a veces reflexivo, fruto acaso, en ambos, de sus estudios de filosofía y de derecho.

Por eso, quizá, Martín Martínez casi se hunde en la vida provinciana; Joaquín Ávila se hunde definitivamente; Adolfo Reyes queda entre ambos, tratando de rehabilitarse en otra actividad, de rendir en la labranza de la tierra, de estirar los brazos y salvar alguna parte –siquiera ínfima parte– de su responsabilidad en medio del naufragio.

Pero todos siguen –hasta sin quererlo, como en el caso de Martín Martínez– la misma dirección abismal: la pollera y el alcohol. Martín la inicia, pero se detiene oportunamente; Joaquín la consuma; Adolfo se amolda a la fatalidad. Aquí no hay sino diferencias de grado, de intensidad, de profundidad.

II

Reparemos ahora en las múltiples relaciones habidas entre las obras que comentamos. En efecto, advertimos, desde luego, que los autores de las tres primeras creaciones proceden de la ciudad de Sucre, aunque el escenario de sus personajes –y esto es ya doblemente interesante– sea siempre algún pueblo de provincia potosina. El de la última es natural de La Paz, y sus figuras humanas se mueven en el Altiplano, junto al Titicaca.

Además, la celebrada novela de Mendoza, trazada en cuadros de fluida arquitectura literaria, al pintar el paisaje boliviano y la suerte del minero y de la provincia, pone en juego el “alcohol”, motor esencialísimo que da vida interior a los hombres; el “carnaval”, con todas sus alegrías, complicaciones y brutalidades, y a una “mujer del pueblo”, una chola, “Claudina”, de natural encantamiento, atracción y diablura. Elementos todos que intervienen en el cuento de Costa du Rels y en la novela de Medinaceli, que a su vez relatan con exactitud, fuerza y colorido los sendos ambientes lugareños.

Pero, aparte de eso, el “viento”, del que –según nos revelara don Jaime, en inolvidable confidencia– Blanco Fombona le dijo que, después de leer su novela, le había “quedado zumbando en los oídos” por largo tiempo, es otro factor dominante en “En las tierras del Potosí”, y que también se destaca en “La Misqui-simi”: “era la feroz y poderosa sinfonía que entona el viento en esas soledades, dice Mendoza; “el viento helado era el leit motiv de la inmensa sinfonía de la puna, dice Costa du Rels, y en él insisten ambos, veces y veces.

¿Cómo y por qué a los diez y a los veintisiete años, respectivamente, de la aparición de “En las tierras del Potosí” se repiten y suceden en “La Misqui-simi” y en “La Chaskañawi”, los mismos elementos –la provincia, el alcohol y el carnaval– y los mismos o parecidos personajes –las Claudinas, los Joacos y los Adolfos–, con más o menos diferente espíritu pero con tan particular destino?

Vamos a intentar –como dijimos, una explicación, con el perdón de los autores y de los lectores.

En la interpretación del ambiente boliviano, de la vida cotidiana de la provincia particularmente, es indudable que el alcohol no podía faltar, ni el carnaval, por añadidura. Pero, ¿las Claudinas? De Claudinas, es decir, de soberbias cholas, está poblada Bolivia, y por tanto ellas tampoco podían estar ausentes en su literatura: de otro modo, ésta dejaría de ser boliviana; mas eso no basta para que todas lleven irremediablemente el mismo nombre, ni para que todos sus admiradores, en todos los casos, sean precisamente jóvenes, de una casi determinada edad, más o menos semejantes en tantos aspectos, ni tengan otro fin que el de perderse, o poco menos, por ellas.

No hay, ni había, ninguna obligación para esto. Máxime si lo más común en la vida nacional no es, tampoco, que los señoritos fracasen –como se ha venido pintando con insistencia en la literatura– por el influjo sexual o pernicioso, en cualquier sentido, de la irresistible chola, –o su equivalente, en las distintas regiones del país–, sino que, por el contrario, ésta, antes de llegar ni a su juventud ya cargue en la espalda una criatura habida para algún irresponsable de aquéllos. Tal es lo corriente, y lo que sí constituye un problema sociológico en Bolivia, no abordado aún a fondo por ninguno de nuestros novelistas; es lo que sencillamente habría “impreso” el “carácter nacional” a la novela boliviana, que no encontraba Medinaceli (Estudios críticos, p.125), y cuya pluma, desde luego, habría explotado magníficamente el tema.

Otra tiene que ser entonces la causa del fenómeno o entreverado que examinamos.

A nuestro ver, así en el caso de Costa du Rels como en el de Medinaceli, ha mediado un factor esencialmente psicológico, originado acaso, en el primero, por una franca simpatía hacia el autor de “En las tierras del Potosí”, y en el segundo por una cierta antipatía hacia el autor de “La Misqui-simi” –no tanto, quizá, directamente personal, como por el lado del “mundo diplomático” al que éste pertenece–, hechos ambos que nosotros consideramos ligados con el inconsciente. ¿Una traición del inconsciente por la simpatía? ¿Una traición del inconsciente por la antipatía? Diremos así, para tener un punto de apoyo o de partida. Aunque nunca o quizá nunca de llegada.

Es evidente que Costa du Rels sintió por Mendoza hondo afecto, y por su obra literaria o de escritor, especialmente con respecto a su primera novela, una sincera admiración, como fácilmente se puede deducir de esta dedicatoria: A mi querido y recordado amigo D. Jaime Mendoza, primer explorador prestigioso e inimitable de estas “tierras del Potosí” que me hizo amar y comprender. Homenaje de viva simpatía.- Adolfo Costa du Rels, París, 30-I-1930.

O de esta otra:

Los años no han menguado la cordial simpatía que profeso a Ud., a su talento, a su dinámico patriotismo[…] Permítame enviarle mi última obra “Terres Embraseés” publicada por L’Ilustration el año p.p. Pronto saldrá “Huanchaca” que ofreceré a Ud. con agrado, como una hermana menor de “En las tierras del Potosí”.- A Costa du Rels, Ginebra, 6-4,1932.

Aquí, Costa du Rels no sólo reitera su “simpatía” por Mendoza, sino que coloca su “Huanchaca” “como una hermana menor de “En las tierras del Potosí”, todo lo cual viene a revelar su preocupación por la famosa y hoy clásica, novela de Mendoza. Costa, a la aparición del libro, indudablemente quedó impresionado con los cuadros, y, de hecho, con los personajes de Mendoza. ¿Nació entonces la idea de su “Misqui-simi”? ¿Cuándo le asaltó el nombre de su Claudina? Esto tal vez lo sepamos algún día.

Continuará

Fuente: LA PATRIA
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