El impacto del suicidio en una familia no será el mismo para los hijos que para los hermanos, padres o pareja. En el proceso de duelo, cada fiesta o acontecimiento evoca la pérdida. Habrá que evitar que la idealización del muerto, la sensación de deslealtad o el miedo a otras pérdidas impida contraer nuevos vínculos o empuje a abandonar compromisos.
El sufrimiento, el fracaso en el logro de objetivos, las contrariedades y los conflictos son experiencias dolorosas que deben ser integradas y pueden ser manejadas de forma constructiva sin dejarse arrastrar por la autoaniquilación.
Explicar la muerte por suicidio como un síntoma de una enfermedad mental puede disminuir el riesgo de la imitación, mecanismo que, según se ha comprobado, puede inducir a algún otro miembro a seguir el mismo camino.
J. Montoya Carrasquilla subraya que, para el proceso de sanación, es preciso diferenciar la forma de la muerte de la forma en que vivió el suicida. Lo que realmente importa no es la manera como murió el ser querido, sino el hecho de que ya no está.
Tratar todas muertes del mismo modo constituye un craso error. Es preciso conocer el modelo de relación que utiliza la familia, su grado de cohesión, el tipo de comunicación que mantienen sus integrantes y que mantenían con el difunto.
Es importante también que el terapeuta acompañe a la familia para que supere sus mecanismos de negación. La utilización de expresiones claras como “muerte”, “morir”, “enterrar” o “suicidio” sirven para señalar que se es capaz de hablar con naturalidad de este tema por más doloroso que resulte y ayuda a los demás a sentirse cómodos y a abrir sistemas emocionales cerrados. Los eufemismos contribuyen a la confusión y a no enfrentarse a una dolorosa realidad.
Una acción terapéutica fundamental es permitir la expresión del dolor, sobre todo en aquellos familiares que tratan de mantener un control excesivo sobre sus emociones. También es importante impedir la usurpación del dolor por parte de familiares que, no siendo los más afectados, tienden a comportarse como si fueran los únicos que sufren. Es importante lograr la solidaridad de toda la familia para que brinde su apoyo emocional al “doliente priorizado” (padre, madre, esposo, esposa, hijos…) incrementando así su disposición de acompañamiento a quien es más menesteroso.
Adquiere una especial importancia el apoyo a la familia respecto al manejo de sus sentimientos de culpa, que es una fase habitual por la que pasan todos cuantos pierden un ser querido. Es conveniente “normalizar” este sentimiento y vivir como algo natural el hecho de preguntarse qué se hizo mal o qué se dejo de hacer bien.
Aunque se produjo en ese determinado momento, el suicidio pudo también haber ocurrido antes. Si no sucedió así en ello tuvieron mucho que ver los desvelos y los cuidados que brindó en su momento la familia.
Si el propio suicida jamás deseó padecer la situación que le llevó a la muerte, tampoco tiene ninguna lógica cargar sobre las espaldas de la familia, del médico, del psicólogo o del psiquiatra una decisión que ni desearon, ni alentaron. No es razonable vivir encadenado al otro para evitar una posible tragedia. Nadie puede hacerse responsable, de forma definitiva, de la vida de otro salvo que se trate de un niño o de un demente y ello con matices. Incluso en esos casos, hay circunstancias que escapan a nuestro control y no son, por tanto, previsibles. Además, la matriz social en la que una persona toma sus decisiones no está constituida exclusivamente por el entorno familiar.
Los procesos de duelo no pueden ni ahorrarse, ni precipitarse porque cuando se cierran en falso se convierten en fuente de patologías. No existe receta mágica que pueda liberar del dolor sobrevenido de forma inesperada y violenta. Habrá que confiar en el valor terapéutico de la maduración en el paso del tiempo y en sus efectos terapéuticos.
Cuentan que Voltaire, tras haber perdido a su único hijo, estuvo a punto de morir de dolor. Una buena amiga encargó que le confeccionara una lista con todos los reyes que habían perdido a sus hijos. Cuando se la leyó al filósofo, éste la escuchó con atención, pero no por eso dejó de llorar. Pasado algún tiempo volvieron a verse y ambos se asombraron al comprobar que su ánimo estaba mucho más sereno y hasta volvían a hacerse presentes algunos rasgos de fino humor. De común acuerdo hicieron erigir una estatua al tiempo que en su pedestal llevaba grabada la siguiente inscripción: “a aquel que consuela”.
(*) Catedrático de Filosofía, terapeuta familiar y vicepresidente del Teléfono de la Esperanza
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