Por lo que está sucediendo en varios países, el crecimiento y el desarrollo ya no son suficientes para asegurar la paz y la armonía ciudadana.
Cuando se encienden las chispas –por ejemplo, el incremento del precio de los pasajes del transporte urbano en Brasil–, los “indignados”, a través de las llamadas redes sociales, instan a la protesta callejera, aún donde existen caminos democráticos para demostrar su inconformidad y aún obtener lo que demandan. Es, entonces, que justificadamente aumentan las exigencias: Más inversiones en educación y salud y menos dispendio, freno a la inflación, más empleos, mayor seguridad ciudadana y efectivas medidas contra la corrupción y en muchos casos respeto a las libertades democráticas.
Y surgen preguntas, cuyas respuestas podrían ayudar a comprender mejor este fenómeno –extendido en América Latina– y que en Brasil acaba de tomar la forma de la protesta callejera.
¿La falta de inversión en los sectores sociales y la ostensible corrupción, son las verdaderas causas de que muchos miles de brasileños hayan salido a las calles, sin dirigentes visibles, a protestar airadamente?
¿Qué hizo que en un país, como Brasil, que entre 1992 y 2012, el ingreso per cápita haya pasado de 4.500 dólares a 10.000 (Editorial de La Nación. Buenos Aires 25.06.2023), y se haya reducido dramáticamente la pobreza, se muestre tamaña insatisfacción ciudadana?
¿Hubo alguna inspiración en los “indignados” de España, o hay subyacente el propósito de seguir los métodos de los movimientos de protesta en el Medio Oriente, aunque la realidad brasileña sea diferente?
Finalmente, ¿se está ante un “efecto dominó” en América Latina, luego de los masivos “cacerolazos” contra el gobierno argentino de Cristina Fernández, las protestas estudiantiles en Chile y las sindicales en Bolivia y Perú?
Son muchas más las preguntas pertinentes. Y pocas, por ahora, las respuestas.
Por otra parte, son diferentes las reacciones de los gobiernos afectados por las protestas. En la Argentina, se acusó de ser los autores de los “cacerolazos”, a las “corporaciones”, al Diario Clarín y los sectores “reaccionarios opositores”, quienes –se dice- azuzaron las manifestaciones de protesta, mientras un alto funcionario afirmaba que “El cacerolazo (del 14.09.2012) no es algo que ocupe ni preocupe a este Gobierno... Esta gente no votó a Cristina. Les preocupa más lo que ocurre en Miami que lo que ocurre en San Juan”. La Presidenta, en muestra de displicencia, dijo: “Yo, nerviosa (por el ‘cacerolazo’), no me voy a poner ni me van a poner. Que se queden tranquilos”. La misma soberbia –ceguera también al no advertir el sentir ciudadano– fue la del Gobierno de Bolivia ante las recientes protestas sindicales.
La respuesta de la presidente del Brasil, fue distinta. Nada de desafiantes actitudes. "Los manifestantes –dijo– tienen el derecho y la libertad de criticar todo, de defender sus posturas...”. "Necesitamos oxigenar nuestro sistema político y volverlo más transparente", señaló. Esta es actitud impensable que se dé en gobiernos autoritarios, pues son los que descalifican la protesta y la disidencia, más aún cuando estas surgen en el propio oficialismo.
Es cierto que, con frecuencia, las masivas manifestaciones callejeras, sin dirigentes, sin orientación coherente, languidecen. Pero es verdad también, que estas dejan huellas. Los disturbios de 1968 de los jóvenes en París que, entre otras demandas, pedían imaginación, hizo pensar, hasta ahora, a los franceses: no es sensato ignorar las protestas.
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