Hace unos días se me ocurrió ir a un sauna, después de como diez años. La verdad es que ya casi había olvidado esas sensaciones: el calorcito, aquella especial transpiración, la sal en la guata, los compañeros fortuitos del voluntario infortunio y las inefables conversaciones casuales...
Por lo visto, la política ha ido cediendo paso frente a otros asuntos, en general más triviales, dado que uno nunca sabe a quién puede tener sudando a su lado.
La prudencia es siempre buena compañera, y mucho más en tiempos de re-contraespionaje, como bien lo sabía el superagente 86.
El contexto viene bien, espero, para entrar en el tema que surgió aquella tarde, y que es el que me impulsa a retomar esta columna, después de varios meses.
Tenía a mi lado a una amable señora, profesora de una universidad privada, a quien luego de comentar naderías pregunté el nombre...
Como la vuelta es de caballeros, la dama no tardó en devolver la pregunta, y al escuchar mi apellido, me inquirió qué parentesco tenía yo con el coronel Rico Toro.
“Es mi padre” –respondí— y reataqué con otra pregunta que se me hacía lógica: “¿lo conoce...?”
- ¿Ehhh...? no, pero algunas cosas se saben, me dijo muy segura.
Me sentí tentado entonces de preguntarle qué sabía, o si había leído la revista Play Boy de diciembre, pero al tiro intuí que tal cuestión podría haber sido mal interpretada, así que me limité a decirle: “Bueno, hay cosas que se saben, otras que se creen y algunas que se crean”, y de inmediato pasamos a hablar de su cátedra, que era un tema menos espinoso.
No sé si alguno de mis lectores lea además aquella popular revista de k’alas, como le llamaba mi abuela, pero la verdad es que yo jamás lo hago. La excepción estuvo dada porque en la edición estadounidense de diciembre se publicó un artículo que habla precisa y tangencialmente de mi padre.
Recordará la opinión pública boliviana la forzada extradición de que fue objeto el “Tinino” en el ’95, cuando el Gobierno violó la legislación vigente a causa de la denuncia hecha por un agente encubierto de la DEA llamado Lee Lucas.
En aquellos días se publicó una entrevista que me hicieron en Los Tiempos, en la que decía que mi padre no era un narcotraficante. Seguramente aquello habrá sido interpretado por muchos como el típico manotazo del ahogado, pues al menos ocho de cada diez culpables se declaran inocentes.
Lo cierto es que ahora, en el mes de enero del 2010, en el Distrito Norte de Ohio, Estados Unidos, el agente encubierto Lee Lucas (aquel que torció la balanza de la justicia boliviana), será juzgado criminalmente por perjurio, acusaciones y arrestos ilegales, creación de evidencias y corrupción en la “guerra contra el narcotráfico”.
Más de 25 de las personas detenidas por Lucas ya fueron puestas en libertad, declaradas inocentes, y uno de sus estrechos colaboradores, Jerrel Bray, fue sentenciado a 15 años de prisión, luego de haberse declarado culpable de mentir en los estrados judiciales, de fabricar pruebas junto a Lee Lucas y de cometer violaciones a los derechos civiles mientras trabajaba con él.
Mi padre terminó, como muchos imputados por Lucas, aceptando una acusación menor a cambio de su libertad; cuando lo habían sacado con gran alboroto, bajo el cargo de llevar toneladas de droga a los Estados Unidos y todo el mundo apostaba a que dejaría sus huesos en tierras del Norte. Perdió en el pago su defensa casi todo lo que tenía, y naturalmente, hay todavía quienes sostienen que “algunas cosas se saben”.
Ya en 1997, un documental alemán, intitulado “La Rata”, detallaba las fechorías de Lee Lucas y Helmut Groebe, el único testigo que acusaba a mi padre cuando lo extraditaron. No hubo ni pruebas ni otros testigos que aportaran cargos o evidencias.
Dicen que “la justicia tarda, pero llega”. Seguramente no pasará mucho más tiempo antes de que Lucas comience a pagar en la cárcel los daños colaterales de todo el mal que ha sembrado. A nosotros nos queda, como siempre, la confianza en Dios de que todo lo que sucede es para bien, a pesar de los disgustos y sinsabores.
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