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Domingo 23 de junio de 2013

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Cultural El Duende

Desde mi rincón: De nuevo cedo con gusto la palabra a pluma ajena, ya conocida en esta columna. Porque también esta vez me parece de extraordinario valor pedagógico y sin dejar espacio para mayores réplicas: por lo menos si no queremos tergiversar la historia realmente existente. También llama la atención cómo la ‘pura verdad’ histórica puede ponerse al servicio de las causas controvertidas. El texto apareció en El Punt Avui (Girona) (14 de junio de 2013), p. 20. (TAMBOR VARGAS)

Soberanías, Europa

23 jun 2013

Fuente: LA PATRIA

Joan F. Mira

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En un salón municipal de la ciudad de Munster, el visitante puede contemplar con calma las caras severas de los delegados y embajadores que permanecieron en él largas semanas y meses cavilando cómo arreglarían el mapa de Europa: viendo las caras que ponen y la incomodidad del lugar, los problemas debían ser muy difíciles y complejos, dado que los personajes resistieron impávidamente tanto tiempo sentados alrededor de una mesa o en sillas que parecen de coro monacal. En la Europa de las paces y tratados de Westfalia (de eso ya hace más de tres siglos y medio), los señores embajadores o los soberanos que los enviaban, cansados de tantas guerras por derechos dinásticos o por religiones o por lo que fuera; cansados de estar sentados en aquella sala inhóspita y severa, decidieron que los estados son los estados, las fronteras no se tocan, y cada soberano es soberano en su soberanía. La idea, el concepto o principio, que era una novedad considerable, se elaboró ante todo para aclarar la situación del Imperio Germánico, pero rápidamente se convirtió en una doctrina inmutable. En lo que se refiere a la estabilidad que supuestamente garantizaba el tratado, el hecho es que no duró mucho: tres cuartos de siglo más tarde, las paces y tratados de Utrecht otra vez habían de recomponer el mapa y redibujar soberanías y fronteras.

Tampoco los efectos de Utrecht duraron mucho, y un siglo después (pasado el horror de Napoleón que, en nombre de la France y de la liberté, provocó más muertes y más destrozos que Gengis Khan y que la peste negra juntos) el Congreso de Viena tuvo que arreglarlo todo de nuevo, sobre la misma doctrina y los mismos conceptos que los negociadores de Munster. El principio parecía serio y perpetuo: hay los imperios y los reinos, los principados y ducados, hay alguna pequeña república curiosa (como Suiza), pero ante todo hay la fe en la intangibilidad de las fronteras, y en la soberanía incondicional de quien la esté ejerciendo. Así, Europa será estable, inmutable, y los soberanos serán siempre intocables. Claro que los polacos se quedaron bien jodidos, repartidos entre tres soberanos; y que tampoco lo veían nada claro, desde el principio o progresivamente, los alemanes y los italianos, divididos en pequeños estados y que querían formar uno solo; y lo veían cada vez menos claro los países o pueblos incluidos en un gran estado pero que querían tener uno propio, como los checos y los húngaros del Imperio Austríaco, los finlandeses, los estonios, letones y lituanos del Imperio Ruso, los rumanos, búlgaros, griegos, albaneses y algunos otros pueblos más del Imperio Turco, y así hasta más de la mitad de las poblaciones de Europa.

Daba igual: no importaba la gente, ni los pueblos; importaba el estado soberano, la sacralidad de la frontera, la idea que el único mal absoluto es cambiar lo que hay (cuando lo que hay es lo que conviene al soberano, es decir al estado). Un resultado espectacular de esta doctrina inmutable, si se me permite una pizca de sarcasmo, es que en el curso de las décadas siguientes, Italia y Alemania se unificaron, las fronteras del sudeste de Europa se fueron hacia acá o hacia allá (más hacia allá que hacia acá), y un buen puñado de nuevos países, comenzando por la pequeña Grecia, asomaron a la luz de la independencia. Lo que resulta sorprendente es que ahora mismo, después de una larga historia que la contradice a cada paso, la doctrina establecida en aquel salón de Munster siga inmutable: es, por ejemplo, la que se predica incesantemente desde todos los púlpitos, escaños, cátedras y diarios de España para defender la soberanía indivisible y única del Estado constituido. El Estado es el único dueño de su territorio, el único señor de sus habitantes. Y si la historia de Europa demuestra que este principio ha sido repetidamente invalidado por los hechos, entonces lo que hay que hacer es ignorar la historia.

Porque después de los alemanes, húngaros, griegos, rumanos, etc. del siglo XIX, comenzaron a agitarse también los eslovenos, los eslovacos, los croatas; y en el otro lado del continente, los flamencos, los catalanes y los vascos, y algunos otros que se habían (nos habíamos) espabilado demasiado tarde, y a comienzos del siglo XX, un país tan “oriental” como Noruega, se independizó pacíficamente; y otro como Irlanda afirmó con armas y revueltas su aspiración a la independencia. Para redondear el éxito final de la Europa intocable de Westfalia, de Utrecht y del Congreso de Viena, un siglo después de este congreso llegó la Primera Gran Guerra. Su resultado fue otro cambio general de fronteras, la desaparición de antiguas soberanías intocables, un puñado de nuevos estados independientes, desde Finlandia hasta Polonia o Checoslovaquia, y un nuevo sistema que no funcionaba nada bien. Y otra Gran Guerra en 1939-45 y otro mapa de fronteras y soberanías, que tampoco se pudo sostener mucho tiempo. Con el resultado de que, cincuenta años después, media Europa comenzó a hacerse preguntas, y a encontrarles respuestas, tranquilas o no.

¿Había de existir siempre un estado llamado Checoslovaquia? ¿Era Yugoslavia un estado sólido y perdurable? Los países bálticos ¿habían de ser siempre parte de un imperio ruso, llamado ahora soviético? ¿Y también el Cáucaso y la Asia central? Incluso lo que parecía inmutable estalló a trozos, incumpliendo otra vez el principio de la intangibilidad de los estados soberanos. Los efectos son bien conocidos, como en cualquier otra época de la historia: paz y prosperidad en algunos lugares, guerra y desastre en otros, y nuevas fronteras y abundantes proclamaciones de independencia.

De todo ello se deduce una sola constante: que en la historia de Europa de los últimos tres siglos no hay nada constante, y menos que nada las fronteras, el número y forma de los estados, y su estructura territorial. Y que si hay alguien que esté fuera de la historia, no son quienes proponen o desean alguna forma de independencia para su país que no la tiene, o quienes proponen redefiniciones territoriales, sino quienes sostienen como verdad eterna y mantienen como seguridad metafísica, que en Europa los estados constituidos son eternos e intocables; las fronteras, inmutables; y las soberanías, no divisibles, compartibles o asociables por dentro. Son éstos, vista la realidad de los últimos siglos, quienes están absolutamente fuera del curso de la historia de Europa. Cosa que nunca reconocerán y, por ello mismo, les servirá de bien poco para reducir anatemas y amenazas; y menos todavía para aclararse la vista y las ideas. Sobre todo porque España y Francia no son historia: son metafísica y teología.

Fuente: LA PATRIA
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