Con el entusiasmo y la solvencia organizativa del PEN Santa Cruz, acaba de realizarse el Primer festival de ¡Liberen la Palabra! (“Free The Word”, en Inglés). En el panel del evento participaron destacados escritores y periodistas cruceños y la delegación del PEN Cochabamba. Lo que sigue es un resumen de la ponencia expuesta por el autor.
La denominación es sugestiva, tanto por la forma imperativa en que está expresada como por la denuncia implícita de que no hay – por lo menos a plenitud - la libertad de la palabra. El problema no es de hoy ni sólo de Bolivia. La nómina de escritores famosos que dedicaron su pluma a la defensa de esa libertad, es un testimonio de ello.
En la periodicidad cíclica de los cambios políticos, a la etapa de los dictadores militares y el neoliberalismo siguió la irrupción de los caudillos populistas, cuya característica común es endilgar al fantasma del imperio la causa de todos los males y halagar el orgullo de las masas para domesticarlas; utilizar la democracia para llegar al poder y declarar como sus enemigos a los medios que rechazan la sumisión política.
Ese es el perfil visible de los gobernantes agrupados bajo la denominación de la ALBA: Cuba, Venezuela, Bolivia, Ecuador y Nicaragua. En tal circunstancia, y por la debacle de la oposición, los medios independientes asumieron a todo riesgo la defensa de los derechos humanos, la democracia y la libertad de expresión. En Bolivia se emprendió una lucha tenaz contra varios artículos de la ley 045 donde se vulneran las libertades de prensa y de expresión, pero infructuosamente.
Sin embargo, entre los regímenes “socialistas” hay una honrosa excepción que bien vale la pena resaltarla. Prefiero escuchar las voces del descontento al silencio del sometimiento pasivo, ha dicho la señora Dilma Rousseff, presidenta del Brasil. Con esa hidalguía que le engrandece puede hacer suya aquella famosa expresión de Voltaire: “detesto lo que dices, pero defendería hasta la muerte tu derecho a decirlo”.
Los efectos inevitables de las restricciones veladas o manifiestas son muy graves. Una de ellas, tal vez la más ominosa, es la autocensura en los medios de comunicación. “Vamos a empezar el programa – dicen los conductores de Diálogo en Panamericana –, no sin antes de recomendar a nuestros invitados que eviten referirse a toda forma de racismo o discriminación” Otras emisoras y canales de televisión no oficialistas tomaron similares precauciones. No se sabe cuánta verdad se calla ni cuánta mentira se esconde. Por la ambigüedad en la tipificación del presunto delito, la ley se ha convertido en espada de Damocles.
La libertad de pensamiento y de expresión incumbe a escritores y periodistas; sin embargo, éstos últimos libraron una denodada lucha solitaria. Es verdad que no se ha quemado ningún libro ni existe escritor perseguido; pero no es porque el gobierno sea benévolo o permisivo con ellos. Nuestra literatura es inofensiva. Desde su Torre de Marfil, el escritor contempla impasible la tormenta que ruge fuera. Dirían con José Donoso: “Yo escribo sobre mis fantasmas. Mi compromiso es no ignorarlos”.
La heroica estirpe de los luchadores al estilo de los Arguedas, Medinaceli y Almaraz se ha extinguido sin dejar herederos. Hoy en día, la libertad de expresión amenazada no es suficiente acicate para sacudirse de la modorra o la apatía rutinaria.
(*) El autor es pedagogo y escritor
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