Certezas e incertidumbres de los alimentos transgénicos
30 may 2013
Por: Adhemar Ávalos Ortiz
La Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) cuyos propósitos originales eran elevar los niveles de nutrición y de la vida en general y lograr mejoras en la producción agrícola, forestal y pesquerías se encuentra en un verdadero “vía crucis”. Ahora proponen comer insectos para paliar el hambre mundial cuando existen medios racionales para satisfacer no a siete mil millones de seres humanos, sino a nueve mil millones a partir de la transformación de genes, de su uso con fines científicos, principalmente químicos y económicos.
Los alimentos transgénicos son aquellos que fueron producidos a partir de un organismo modificado genéticamente mediante ingeniería genética. Dicho de otra forma, es aquel alimento al cual le han incorporado genes de otro para producir las características deseadas (maíz, cebada y soya). La mejora de las especies usadas como alimento ha sido un motivo común en la historia de la Humanidad, entre el 12.000 y 4.000 antes de nuestra era ya se realizaba una mejora por selección artificial de plantas, hecho que la naturaleza hizo posible desde la formación de la Tierra. El mundo de los dinosaurios fue posible a partir de esas pequeñas partículas llamadas células, que desaparecieron por un conflicto cósmico no es relevante, sino trágico.
Los científicos investigaron la posibilidad de alimentar a la Humanidad. No fue fácil, después de un largo y tortuoso proceso, en 1986, Monsanto, empresa multinacional dedicada a la biotecnología, creó la primera planta genéticamente modificada y, a partir de este momento, los cultivos de transgénicos se difundieron por el mundo, especialmente por los Estados Unidos. Los caracteres introducidos mediante ingeniería genética en especies destinadas a la producción de alimentos comestibles buscan el incremento de la productividad (por ejemplo, mediante una resistencia mejorada a las plagas) así como la introducción de características de calidad nuevas para paliar el hambre en muchas regiones.
Pero, un aspecto que origina polémica es el empleo de ADN de una especie distinta a la del organismo transgénico; por ejemplo, que en maíz se incorpore un gen propio de una bacteria del suelo, y que este maíz esté destinado al consumo humano. No obstante, la incorporación de ADN de organismos bacterianos e incluso de virus sucede de forma constante en cualquier proceso de alimentación. La FAO indica con respecto a los transgénicos cuya finalidad es la alimentación: “Hasta la fecha, los países en los que se han introducido cultivos transgénicos en los campos no han observado daños notables para la salud o el medio ambiente”.
Evidentemente, un proceso tan contradictorio ha producido críticas: los cultivos transgénicos podrían ejercer efectos ambientales indirectos como consecuencia del cambio de prácticas agrícolas o ambientales asociadas con las nuevas variedades. Estos efectos son favorables o perjudiciales según la naturaleza de los cambios en cuestión y en este contexto han surgido compañías multinacionales de alimentos que privilegian el lucro antes que la solución del hambre mundial especialmente Monsanto, que con miles de millones de dólares en activos protege ferozmente su propiedad intelectual, amparada por el Poder Judicial norteamericano. Lo peor de todo es que el 70 % del mercado mundial de semillas genéticamente modificadas está controlado por solo tres empresas: Monsanto, DuPont y Syngenta.
Y la opinión pública lanza su voz para recordar el supuesto efecto perjudicial que tendrían los productos transgénicos. Numerosos estudios han demostrado que los productos transgénicos pueden ser beneficiosos, y a su vez altamente dañinos para la salud. Pero, en un escenario contaminado con dos mil quinientos millones de seres humanos que pasan hambre estructural, es criminal condenar, sin pruebas consistentes, la investigación y desarrollo de alimentos transgénicos, Al final, la naturaleza lo ha hecho durante toda su existencia en periodos terribles donde han desaparecido especies y surgido nuevas.
Y, finalmente, los gobiernos deben asumir su rol en el sentido de la investigación científica en universidades y entes sumamente especializados para que la genética sea propiedad humana para su bien común.
(*) Politólogo
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