En los años que corren, el camino del crepúsculo se va sembrando de ausencias. No hace mucho descendió a la tumba Mercedes Sosa; su partida estremeció de dolor a toda Argentina y su voz resonó nostálgica en muchas otras latitudes del continente. A mediados del año pasado se eclipsó la vida atormentada de otro gran artista: Michael Jackson. Ahora una nueva congoja palpita, intensamente, en la patria de Cafrune y Atahuallpa Yupanqui: Sandro también se ha ido.
Toda ausencia final es dolorosa. Y no hay remedio. La barca de Caronte espera a todos. Pero los artistas, los ídolos se apagan envueltos en un misterioso resplandor de sobrevivencia. Son los únicos que le ganan, de alguna forma, a la muerte. Un prodigio excepcional perenniza su voz y su imagen en la memoria colectiva.
Sandro ha muerto, pero vive. Es cierto que ya no lo volveremos a ver en su contextura física, ni nunca más aplaudiremos su actuación en un escenario real; pero su voz, con ese timbre de la pasión temblorosa en su canto, seguiremos escuchándola por siempre, a veces sin querer, sin buscarlo, en alguna parte.
Uno tiende a creer, instintivamente, que los ídolos del canto y el espectáculo no morirán jamás. ¿Cómo puede llevarse también la parca a esos seres tan extraordinarios? No todos los años vemos aparecer un artista original, a veces ni siquiera en toda una generación. La Providencia no es muy pródiga con esas joyas del talento humano. Nadie lo dice, pero tal vez por eso se llora tanto, porque otro Sandro, con esa excepcional calidad humana, con ese atributo de eximio artista, no se sabe cuándo se presentará otra vez.
Con motivo de su deceso, se han reproducido por los canales de la televisión argentina varios pasajes de su vida anterior. Se lo ha visto al “gitano” luciendo su mejor estampa de cantante en varios escenarios del mundo, derrochando feliz, a manos llenas, el tesoro de la juventud. Pero luego vino el otro tiempo inevitable: ¡mudanza gris!, el del pálido otoño y el ocaso al tramontar el último recodo.
“Si se calla el cantor, calla la vida”, cantaba Mercedes. Ciertamente, tras la partida se expande un patético silencio sobre las otras facetas desconocidas de la vida. La humanidad cotidiana del artista suele no ser igual de brillante y jubilosa. En el trasfondo de la figura estelar, una existencia se quiebra y se extingue calladamente.
Hay un común denominador en la vida de los ídolos. El destino es mezquino con ellos en muchas cosas. No conocen la simplicidad gozosa de los seres comunes; éstos, con magra pequeñez pueden sentir la fruición de la dicha. A aquellos no les es fácil alcanzar ni siquiera un lenitivo para sus almas sedientas. ¿Será esa la factura de la celebridad, tan onerosa en costes de salud y de sosiego? Esa paz de que disfruta un labriego sin apenas buscarla, algunos artistas no encuentran en ninguna parte. Quien sabe sólo la muerte, al final del camino, les depara ese ansiado bálsamo espiritual.
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