Hay muchas personas buenas, que ya no se hacen estas preguntas, más preocupadas por construir una sociedad justa, en “que un hombre no escupa sangre pa que otros vivan mejor” (Atahualpa Yupanqui, citado por José Ignacio González Faus en su “Testamento”).
Pero muchas otras personas creen que también esta exigencia profunda de solidaridad ha sido puesta por Dios en el corazón del hombre. De ahí las preguntas.
Una respuesta que nos da el evangelio es la de un Dios comunidad, un Dios Trinidad. La palabra “Trinidad” no la encontramos en el Nuevo Testamento, y difícilmente podemos reconocer algunos indicios del misterio de la Trinidad en el Antiguo Testamento. Pero, más allá de la palabra, encontramos, por ejemplo, una formulación muy clara de su contenido en el saludo de san Pablo a la comunidad de Corinto: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios, y la comunión del Espíritu Santo sean con todos ustedes”. El Dios invisible, reconocido como Padre lleno de amor y misericordia, se hizo visible en Jesús, el Hijo, que ha compartido plenamente nuestra condición humana, enseñándonos un camino de justicia y fraternidad, y que después de su muerte sigue acompañándonos a través de su Espíritu en el corazón de cada ser humano.
Leemos en el evangelio de San Juan 16, 12-15:
«Durante la última Cena, Jesús dijo a sus discípulos: Todavía tengo muchas cosas que decirles, pero ustedes no las pueden comprender ahora. Cuando venga el Espíritu de la verdad, él los introducirá en toda la verdad, porque no hablará por sí mismo, sino que dirá lo que ha oído y les anunciará lo que irá sucediendo. Él me glorificará, porque recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes. Todo lo que es del Padre es mío. Por eso les digo: Recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes».
Estas palabras de Jesús son parte del diálogo con los discípulos durante la última cena de su vida, pocas horas antes de su crucifixión. Ha querido fortalecerlos, insistiendo en la necesidad de la comunión con él, de la unión de la comunidad, y de la resistencia frente a la oposición que encontrarán en el mundo.
Les ha transmitido los secretos del Reino de Dios, que sólo “los pequeños y los sencillos” pueden entender. Pero le quedan “muchas cosas” para decirles. No es el momento para compartirlas, porque ellos “no las pueden comprender ahora”. Su mente está llena de angustia, de temor y de tristeza, tal vez de desilusión. No han entrado todavía en el horizonte de Jesús, de que lo único que vale es el amor, hasta dar la vida.
Será el Espíritu de la verdad, que los librará del miedo y “los introducirá en toda la verdad”. El Espíritu los iluminará, para que puedan entender la enseñanza y la muerte misma de Jesús, y puedan interpretar la realidad y los acontecimientos a la luz de lo que han aprendido de Jesús. El Espíritu no les ofrecerá una doctrina nueva, sino les dará la capacidad de juzgar la historia y de reconocer lo que coincide con la vida de Jesús, con su amor fiel, y lo que, en cambio, se opone a lo que Jesús ha enseñado. Serán testigos de él ante el mundo. Tendrán la sabiduría y la fortaleza para reconocer, más allá de las apariencias, y denunciar los sistemas de injusticia y de poder que impiden la vida plena del hombre, y los hará capaces de dar nuevas respuestas a las nuevas necesidades de la sociedad.
Con la luz del Espíritu, los seguidores de Jesús podrán entender que su muerte en la cruz ha sido su plena victoria y su gloria verdadera, “él me glorificará”, porque ha revelado hasta dónde puede llegar el amor. El Espíritu les comunica ese amor, para guiar su camino y para que puedan ofrecerlo a la humanidad.
Jesús ha realizado el proyecto del Padre y ha revelado su amor. Los discípulos de Jesús lo continuarán en la historia, por la fuerza del Espíritu que les será dado, aunque los poderes que han matado a Jesús continúen persiguiendo también a los que lo siguen de verdad.
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