La expansión y los cismas de la religión musulmana
11 may 2013
Por: Adhemar Ávalos Ortiz
El tema de la religión es muy complejo, no obstante resulta imprescindible referirse críticamente a ella de manera objetiva, especialmente en su variante islámica. No se trata de cuestionar en general las creencias de las personas, son un derecho inalienable, un criterio de conciencia. Ahora, definir si Dios existe o no es un asunto de fe. No existen pruebas científicas de su existencia, pero eso no nos impide ver determinados valores positivos en la religión para guiar a los seres humanos por rumbos de bondad y justicia, independientemente de periodos negros que atentaron contra sus principios fundamentales (la supuesta Santa Inquisición es abundante en pruebas de criminalidad lacerante en nombre del Creador). Así, ahora, no está por demás hablar de la expansión de la religión musulmana en gran parte del mundo y sus crímenes actuales (la masacre de Boston y otras anteriores son absolutamente aberrantes).
Después de una cruenta lucha contra los “mecanos”, politeístas que creían en la existencia de muchos dioses, Mahoma falleció en el año 632 d.C. y sus seguidores, en primera instancia dirigidos por el califa Abú Bakr, el padre de Aisa (una de las parejas de Mahoma), se aplicaron a la tarea fundamental de extender la religión musulmana. Su expansión no fue pacífica y se desarrolló con muchas violencias. No obstante, la aplicación de la espada y la persuasión les dio resultados a los hijos de la nueva religión.
En 634 d.C. fue elegido como segundo califa Umar ibn al-Jattab, padre de Habsa, otra pareja de Mahoma. Él fue, en realidad, el que comenzó la epopeya del Islam a partir de “sangre y fuego” e hizo posible la conversión de pueblos enteros a la naciente religión. Este hombre conquistó Egipto en 639 d.C. y Libia en 643 d.C. Después los persas y los hindúes quedaron a su alcance, además de la tierra española. A Umar le sucedió Utmán, lo que provocó graves revueltas por intereses familiares. Ahí surgió Alí, yerno del profeta por haberse casado con su hija Fátima. En este contexto surgió el cisma que dio lugar a dos facciones del islamismo: suníes y chiitas que se odian profundamente. Los últimos no le dan a su sucesor el nombre de califa, sino imán. Alí fue débil y por esto reprochado por sus partidarios, los que constituyeron la secta de los jayiríes, los que son denominados como “puritanos del Islam”. Los que le siguieron siendo fieles fueron calificados como chiitas. Pero vinieron los problemas, a partir de 660 d.C. la dinastía de los califas, calificados como omeyas, dominó el mundo árabe con capital en Damasco (Siria).
Los musulmanes, más que nada árabes, fueron sumamente astutos y no eliminaron a judíos y cristianos, simplemente los utilizaron en función de sus intereses de credo. Los empleaban para la administración del territorio en lugares conquistados cerca de Arabia. Debido a sus contradicciones esenciales los desechaban y después los aceptaban nuevamente. Aquí se debe entender que el musulmán confeso no liquida a sus contrarios “per se” a no ser en una guerra, su religión se lo impide y obliga a convertirlos.
Los musulmanes se apoderaron de todo el norte de África en una continua expansión que se extendió a Paquistán y regiones de la India, continuando con su conquista de gran parte de Asia, incluyendo China y Asia Sudoriental (especialmente Indonesia). Pero, muchas etnias se opusieron a la nueva religión a partir de sus creencias animistas y budistas.
El problema principal no pasa por la fe y las esperanzas de los discípulos de Alá, sino por las expresiones fundamentalistas de los suníes, partidarios de Osama bin Laden, que quieren convertir al mundo en una inmensa mezquita totalitaria sin respetar las creencias de otros pueblos. Como se dijo, los musulmanes pueden creer en quien lo deseen, pero obligar a otros a aceptar su credo es absolutamente intolerable. No estamos en tiempos del primer milenio de la era cristiana donde se imponía a las personas a aceptar a la fuerza un dogma, sin embargo, los hechos nos demuestran que los fanáticos perviven amparados en su religión. El planeta tendrá que cuidarse de estos terroristas contemporáneos.
(*) Politólogo
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