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Domingo 31 de marzo de 2013

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Cultural El Duende

Por las orillas del país

31 mar 2013

Fuente: LA PATRIA

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Yanacachi, el pasado presente

Horas antes del trágico último accidente en la carretera hacia el sur de los Yungas paceños, transité por la vía, atardecida y mojada. Del suelo se desprendía el aroma inconfundible a humedad y potencias que llena de placer los sentidos, cuando uno logra vencer a la muerte, tan atraída por esos parajes.

El mismo olor de la niñez de mis bisabuelos que dejaron sus huesos en el cementerio de Chulumani y el mismo trazo secular porque por ahí no pasó el proceso de cambio, a pesar de las fotos multicolores con el rostro del Presidente Evo Morales en medio de puentes inestables y los derrumbes. Se desprenden las rocas y nadie sabe a quién le tocará la próxima.

Sortear a la muerte

Es imposible dejar a un lado la sombra de la parca y dejar de meditar en la última hora de vida, cuando en medio de la densa neblina apenas cabe un vehículo y abajo se insinúa un precipicio que se pierde en el vapor que nubla el horizonte.

Suena tenaz el agua que cae desde las cascadas –la más larga, el “Velo de la Novia”– y, a lo lejos, el rugido del río Unduavi, limpio y helado, absorbiendo los deshielos de la cordillera que todavía garantizan la vida en la selva.

El mismo caudal que antes que salga el sol de ese lunes se tragará 20 vidas de hombres y de mujeres, de jóvenes esperanzados y de ancianos agotados por el recorrido semanal por esa vía que relaciona la belleza con Thatanos.

Los buses son viejos, los conductores suben y bajan al menos dos mil quinientos metros cada día o varias veces al día. Los dueños son parte de la nueva clase emergente, de los militantes del “cambio”, que quieren cambiar todo menos el ciclo vicioso del transporte en Bolivia.

Una flota cargada no quiere ceder el paso al vehículo donde tengo un asiento, aunque la regla no escrita es ceder al que sube a la montaña. El conductor, con 30 años de experiencia por los caminos yungueños, esquiva al reciente enemigo de cuatro ruedas, pero el espejo choca y la rueda trasera sale hacia la nada.

“¡Uf!, una vez más nos salvamos”. Es una ruleta en la que todos jugamos. A un lado la maquinaria pesada es una esperanza para el anuncio de mejoras en el camino. Una pasajera comenta: “miren la pintura, es para cubrir que esos tractores son de segunda mano”. No hay confianza entre quienes viajan regularmente trayendo los productos, cada vez más escasos.

“Debemos hacer como los indígenas del TIPNIS. Si nos oponemos a que asfalten la carretera, seguro el gobierno va a insistir porque le gusta dar la contra. La ABC da más a los cruceños que no lo quieren al Evo y casi nada a los alteños que tanto lo apoyan”.

Chorrea el dinero minero

Retorno de Yanacachi, extenso municipio de la Provincia Sud Yungas de La Paz, a solo 70 kilómetros de la ciudad, que refleja esas paradojas, tan constantes en la patria boliviana.

Aunque la gente se queja del camino, “ahora tiene ocho puntos de derrumbes y ya no sólo es en San Cristóbal”, está agradecida por el movimiento económico de las minas. La mítica La Chojlla genera dinero a borbotones y los mineros lucen vehículos y una capacidad inusual de consumo. Es difícil conseguir peones para otras obras cuando la mina está abierta.

Desde las riveras de los ríos y por los recovecos del cerro se divisan campamentos mineros de buscadores de oro o de cooperativistas que han rastreado antiguos socavones coloniales. La madre tierra es en este lustro sobre todo generosa con los minerales y la cotización del wolfran es tan alta como la de otras piedras que abundan en este país privilegiado: estaño, plata, zinc, oro, piedras preciosas.

La circulación del dinero motiva la idea de que no solamente es una bonanza pasajera sino que Bolivia superó en estos siete años una etapa histórica diferente; atrás quedó la figura del país más pobre de la región. “Con Evo, tenemos plata y trabajo”

Sin embargo, la producción agrícola es para uso familiar. Muchas verduras son traídas desde La Paz, incluso el tomate y la lechuga.

Hay hermosas propiedades privadas, históricas, pero los dueños prefieren ofrecerlas en venta o mantenerlas para visitas ocasionales. No quieren invertir en la producción de frutales o de yuca, mucho menos en factorías para preparar mermeladas o enlatados, porque la inseguridad jurídica es absoluta.

El caso de los 500 cipreses incendiados por loteadores de un “sindicato agrario”, sucedido hace algunos meses en Coroico, es un ejemplo que aleja iniciativas.

El paisaje no se altera con sembradíos, salvo los cocales, y ninguno de los municipios ni la gobernación tienen un plan de desarrollo sostenible que combine el bosque, la maleza, los jardines y las siembras.

Las campesinas sindicalizadas recibieron pollos para empezar empresas avícolas, pero aparentemente todavía no lograron completar ese insumo con otras programaciones organizativas.

Bolivia te espera, pero no tanto

La otra gran fuente de ingresos podría ser el turismo, más aún ahora con el slogan “Bolivia te espera”. Sin embargo, malos caminos, bloqueos y la escasa y pueblerina infraestructura hotelera no son un aliciente.

A Yanacachi llegan los caminantes de la vía incaica Takesi, después de uno, dos o tres días de recorrido por jardines y senderos que serpentean las montañas. Hubo propuestas de hoteleros y de residentes para crear circuitos de ecoturismo y de turismo de aventura, pero la realidad frustra esos deseos.

Hay antiguos letreros con anuncios de ofertas, que se quedan en eso, anuncios.

El municipio intentó varias obras para tener mejores hoteles e infraestructura. Sin embargo, los edificios quedaron a medio construir y hoy están cubiertos de maleza y procesos administrativos.

Yanacachi, el pueblo de piedra, es uno de los más bellos de Bolivia y su encanto es milenario, al punto que se lo catalogó como encrucijada de los magos incas y se levantó una iglesia colonial para ahuyentar los espíritus de las ñustas.

Las calles son silenciosas y asoman portales centenarios, balcones de filigrana y begonias lilas y rojas. La Plaza mayor es limpia y sus bancos son tan amables como la antigua glorieta. El silencio es para el goce del viloco, de la oropéndola, los periquitos y otras aves.

Los árboles son más altos que en otras poblaciones yungueñas, más similares a la amazónica floresta que al pie de monte de los valles paceños.

Pasan los días, pasan las semanas y pasan los años. Sensación de naturaleza intocada, a la vez, certeza de que el progreso no llega y la pregunta a través del tiempo: ¿es mejor que Yanacachi se quede así, con su presente que es pasado?

De Pisiga a Colchane

A propósito de tantos titulares referidos a unos soldados perdidos en el páramo, en el borde de la línea imaginaria que separa a dos naciones, quiero rememorar uno de los viajes más intensos que recorrí desde La Paz hasta Colchane, en el extremo norte de la región de Tarapacá, Provincia El Tamarugal, Chile.

Llegué hasta allá por la carretera principal La Paz-Oruro, cerca de cuatro horas, y luego hacia el sur por la vía, entonces en construcción, que baja a Toledo, Ancaravi, Huachacalla, Sabaya y Pisiga, casi seis horas más.

La Banda, un proyecto utópico

Agotada de seguir las guerras centroamericanas y la guerra civil colombiana, había inventado para el nuevo siglo un proyecto que llamé “La Banda” con el respaldo del Convenio Andrés Bello, nombre de un ilustre educador chileno.

“La Banda” porque en casi todas las fronteras latinoamericanas hay un río que separa una “banda” con una bandera, de otra “banda”, con otra bandera, pero compartiendo el mismo paisaje, similares trinos, perros y gatos. Porque “la banda” es la música que nos une por encima de los discursos nacionalistas y, me dijo alguien, porque hay “bandas” de bandidos en todas partes.

La idea era llevar una banda de tela por cada frontera, estrenada con un mensaje de integración que paseamos por la intercultural Entrada Folklórica Universitaria, pasando por todas las naciones andinas, hasta los bordes entre Cúcuta y Venezuela, zona caliente del conflicto armado colombiano.

Viajé con mi amigo Vicente, otras veces con mi amiga Sara y muchas otras sola.

En cada cruce organicé un encuentro entre autoridades locales de países vecinos porque creía importante que los seres humanos se acerquen para comprobar que el que vive al frente es un igual y no un enemigo.

Una de las oficinas que me ayudó entusiasmada fue el Consulado de Chile en Bolivia. El apoyo de la alcaldía de Iquique fue militante y la Prefectura de Oruro facilitó transporte y logística. En otros puntos, como en el taller en Cobija, Leopoldo Fernández –entonces senador– organizó el respaldo de las autoridades locales y brasileñas. Otros colaboraron en Copacabana- Kasani-Puno, Tacna-Arica, en Tumbes, en Ecuador y en Colombia.

Descubrir Colchane

Aunque el nombre da para confundirlo con el pueblo Colchani del sur potosino, Colchane es una aldea perdida en el extremo norte chileno. Fue fundada inicialmente con el nombre de Los Cóndores en 1970 con el objetivo estratégico de apoyar al control en el paso fronterizo a Pisiga, Bolivia.

La cumbre de esa ruta está a más de 3500 metros y es un paisaje casi desértico, roto por algunos sembradíos y por la presencia fantástica de volcanes y nevados. Aunque el Tata Sabaya queda en el lado boliviano, los chilenos de las comunas cercanas también le rinden cultos y lo consideran su achachila protector.

El pueblo no tenía más de 1.500 almas y era el último en la lista de desarrollo humano en Chile. Se sentía el abandono del centralismo santiaguino y desde el primer contacto, los habitantes y las autoridades me contaron que se sentían más identificados con los orureños que con los mapochinos.

El alcalde me invitó a ser su huésped y acepté sin saber que no había ni hotel ni alojamiento, sino una casucha con un destartalado baño. El esposo era viejo, rengo y tuerto y me hablaba entrecortado. La mujer no se movió de su silla y me vio entrar con indiferencia.

Unos soldados bolivianos que me habían acompañado desde la frontera me pidieron que regrese a Pisiga. “Nosotros tenemos buenos hoteles, una mujer no se puede quedar acá”, me dijo un amable inspector de migración.

En verdad, al pasar por Pisiga divisé casas elegantes, recién pintadas y dos o tres hoteles con avisos para participar en noches de karaoke.

Aunque algo asustada ante la noche que me esperaba con el extraño personaje, les agradecí su preocupación pero en ningún momento pensé en burlar la hospitalidad de los Mamani en Colchane.

Una piedra por la amistad

Dormí sin sentir más ruido que el del viento, casi huracano, y desperté con el trino de un pájaro parecido al que en Bolivia llaman “viloco”.

Organizamos el taller con la participación de autoridades de Iquique y de Oruro y escuchamos historias comunes, de abandonos y de ganas permanentes de integración. Los iquiqueños tenían sus ojos puestos en los mercados bolivianos y relataron muchas anécdotas en su relación con los orureños.

El alcalde y los concejales del pueblo insistieron en su identidad aimara y en la necesidad de tener emisoras campesinas como sus amigos bolivianos.

Unas muchachas capitalinas contaron su decisión de trabajar como salubristas y educadoras en medio de ese páramo y presentaron ordenadas fichas de seguimiento a la salud pública.

Del lado boliviano habían más informes de fiestas y de karaokes y mucho menos de centros de salud y bachilleratos.

Todos sabían que dominaban la zona familias como los Colque, unos transportistas, otros contrabandistas, fieles devotos del Sabaya que protege sus paseos nocturnos.

Caminamos por la comuna. Acá Chile, allá Bolivia, en realidad solo dos banderas. El frío era el mismo en cada banda y era ¡tan fácil! perderse. Decenas de senderitos se perdían en los cerros. Alguien susurró que por allá había una pista clandestina, otro habló de cocaína y un tercero de platillos voladores.

En la soledad deshabitada y volcánica es posible todo espejismo.

Regresamos del paseo para cumplir una ceremonia.

Junto al alcalde de Colchane y bajo la vista de militares chilenos y bolivianos, enterré una piedra con las dos banderas.

“Que acá quede el fundamento de nuestra amistad”, coreamos juntos.

Ilusa.

¿Qué habrá sido este año de mi piedra? ¿Se acordará alguien de ella, en pleno centro de la plaza y frente a una blanca capilla?

No lo sé. Solo tengo la certeza que debemos ayudar aunque sea solo con el intento, aunque se quede en el umbral, a sembrar la paz y no la guerra.

Las fronteras, nos decían los dictadores, son los espacios que dividen. El enemigo allá, nosotros acá.

No. Las fronteras, decimos los humanistas, son los espacios del encuentro, donde siempre hay más historias de amor que los centralistas ni conocen, ni imaginan.

Lupe Cajías. La Paz. Escritora y periodista

Movida Ciudadana Anticorrupción

Fuente: LA PATRIA
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