Loading...
Invitado


Domingo 17 de marzo de 2013

Portada Principal
Cultural El Duende

Rafael Bautista

Bolivia: Hacia una geopolítica del mar

17 mar 2013

Primera de dos partes

Una lectura geopolítica no es una política de Estado; pero sitúa a ésta y le proporciona los márgenes posibles de acción según la disposición cartográfica que le brinda un determinado contexto regional y global. La geopolítica nace de leer políticamente el espacio (en cuanto geografía leída en términos estratégicos), pero leer políticamente el espacio proviene del hacer autoconsciente un proyecto determinado; porque todo proyecto constituye el horizonte utópico donde descansa la posibilidad misma de la política.

De ese modo, una política de Estado se constituye en la objetivación de la autoconsciencia que un pueblo ha producido en cuanto proyecto de vida. El proyecto es lo que da sentido a toda lectura. En consecuencia, no hay posibilidad de hacer una lectura geopolítica sino dentro de un proyecto político determinado (que es siempre el propio).

Esta distinción lógica nos permite despejar las confusiones. Porque no es lo mismo una lectura –que puede ser un diagnóstico– y un proyecto. Ahora bien, en el caso nuestro, la ausencia centenaria de una política de Estado en torno al mar tiene que ver, no solo con la ausencia de proyecto sino, sobre todo, con la ausencia de proyecto propio; es decir, la ausencia de Estado nacional es la consecuencia de la ausencia de proyecto propio. Puesto que la nación es un proyecto político, la ausencia de producir nación se traduce en la ausencia de producir Estado. Por eso, lo que hay, no es más que un Estado aparente. Ese es el retrato político de un Estado colonial. Incapaz de producir nación, su devenir consiste en adaptarse del mejor modo posible (que es casi siempre el peor) a las circunstancias que suceden siempre al margen de éste.

En ese sentido, la pérdida del acceso al mar no es solo imputable al usurpador sino a un Estado señorial-oligárquico incapaz de producir nación; si el Estado es apenas el botín de una casta, se entiende el carácter antinacional de ésta y, en consecuencia, la precoz inclinación hacia intereses ajenos. Si después de la derrota militar prosigue la resignación diplomática, una patología del Estado republicano boliviano debiera dar cuenta del porqué de esa suerte de entreguismo vocacional, del argumentar contra sí mismo para beneficio del enemigo. El juicio al Estado colonial que pretendía la Asamblea Constituyente tenía esa importancia: una “refundación del Estado” tiene sentido si se ha comprendido la patología del Estado que se quiere superar.

¿De qué nos sirve ahora aquello? Nos sirve para señalar los resabios señorialistas que aún perviven como patología estatal. Porque si de derecho hablamos –haciendo mención a las palabras de nuestro presidente en la reunión de la CELAC–, requerimos fundar nuestro derecho al mar en algo ya no solo consistente, en lo formal, sino coherente con el proyecto propuesto, o sea, con el contenido propositivo que reúne a la nueva disponibilidad plurinacional.

Los resabios señorialistas persisten en producir legitimidad de modo vertical, es decir, por dominación. El derecho moderno-liberal consiste en ello, y Chile es su fiel reflejo, por eso el plenipotenciario Abraham Köning, en 1900, justificaba la usurpación de nuestro Litoral en este sentido: “Chile ha ocupado el Litoral y se ha apoderado de él, con el mismo título que Alemania anexó al Imperio la Alsacia y la Lorena; nuestro derecho nace de la victoria, la ley suprema de las naciones”. Todos los tratados admitidos desde esta posición declaran que el derecho lo impone el vencedor.

La lógica jurídica parte de una situación de facto que funda toda jurisprudencia, en este caso, el derecho que da la victoria. Lo que hace Köning y lo que siempre ha hecho Chile es fundar su derecho en el factum de la victoria; desde allí se entiende que la derrota no proporciona derechos. Desde Locke esto se conoce como “estado de guerra”, la declaración de la inhumanidad del enemigo; eso le sirve al Imperio Británico para justificar el genocidio de los indios de Norteamérica. En ambos casos, la violencia se descubre como fundamento del derecho liberal moderno.

Ahora que exponemos ya no una reivindicación marítima sino nuestro derecho soberano al mar, ¿en qué fundamos ese derecho? Si el derecho nace del factum de la victoria, entonces hablamos de una legitimidad (y su consecuente legalidad) de modo vertical. La legitimación de modo vertical sucede por dominación y parte de la violencia fundacional que afirma el derecho como patrimonio privativo de quien detenta el poder. El vencedor afirma su pretendido derecho en ese sentido, lo grave es que el vencido admita lo mismo.

Chile se constituye como Estado militarista porque frente a Perú y Bolivia no le quedaba otra opción que la beligerante; por eso, aun hoy en día, no le conviene a Chile la unión de estos países (desde su nacimiento como república, veía ya como amenaza lo que se explicitó en la confederación que propugnaba el mariscal Santa Cruz). Si en Chile prospera la legitimación vertical, en Perú y Bolivia sucede para la desgracia de ambos. En el caso nuestro, las pérdidas territoriales son atribuibles a la casta señorial y no a la nación, ya que ésta no merecía siquiera existir en los planes de aquella. Perder territorio sin defenderlo es algo que carcome al espíritu señorial, por eso no puede sino imprecar a la nación toda de sus propias bajezas: perdimos el Litoral por “carnavaleros” (esa era su letanía, para inculpar a la nación toda su propia responsabilidad histórica).

Los que se hacen con el Estado post-guerra del Pacifico son precisamente quienes nunca lo defendieron: Arce y Campero; quienes junto a Baptista o Montes y hasta Moreno son los patricios de la ideología señorial (por eso no es raro que hasta hoy en día se les rinda honores), que deposita en un chivo expiatorio todos sus oprobios: el indio.

La legitimación de modo democrático es lo que nunca se propusieron, porque en tal caso debían imponerse a sí mismos el reconocimiento de la humanidad del elemento nacional. En consecuencia, los vecinos aprovechan no solo la débil estructura estatal sino la propia ideología señorial: para quien la nación no merece existir, el país mismo carece de sentido. Por eso no se trata solo de levantar el derecho sino de tomar conciencia de la necesidad de fundarlo en algo que vaya más allá y supere al derecho que esgrime el vencedor (y reafirma el vencido).

Porque se trata de dos proyectos distintos (uno fundado en la dominación y el nuestro en la liberación), también se trata de dos concepciones de derecho que necesitamos esclarecer, para que la argumentación no solo sea solida sino muestre la incongruencia e insostenibilidad del otro.

El derecho que podemos argüir no es un derecho emanado por constitución, porque una constitución no es sino también una convención; es decir, no reclamamos nuestro derecho porque nuestra constitución lo diga. Chile también deriva su derecho por constitución y en ésta, como en sus símbolos patrios, se lee: por la razón y por la fuerza. Una constitución objetiva lo que ya se halla fundado y lo que se halla fundado es también el fundamento del derecho, que se expresa después como ley de Estado.

Nuestros argumentos históricos sobran pero, ante la fuerza hecha razón de Estado, no valen. Solo otra fuerza podría oponérsele. Nuestro derecho al mar, no se funda en la posesión (que ya sería un argumento válido, puesto que Atacama fue usurpada por una guerra que provocó el propio Estado chileno); por eso no es un derecho reivindicacionista (aunque algunos de nuestros ministros no sepan distinguir esto). Nuestro derecho tiene que ver, en primer lugar, con el derecho de todo pueblo a su continuidad territorial. Chile jamás podría argüir la previa presencia araucana o mapuche y menos española en el Atacama. La continuidad de pisos ecológicos que provienen de la era precolombina, advierten la conexión geopolítica del altiplano con la costa, conexión que produjeron los aymaras (que aun existen en el norte chileno); aun hoy en día, el comercio del occidente boliviano baja hacia esos lados.

En el horizonte geográfico de los altiplánicos se encontraba siempre la costa, y en el discurso de la espacialidad del territorio que produjeron los aymaras, la costa constituía la frontera natural para los pueblos andinos. Si la tierra y el territorio son esenciales para la vida de un pueblo, es porque ningún pueblo posee realidad sin su propio espacio y sin la conciencia de su propia espacialidad; pues el suelo desde el cual se levanta como pueblo es, por eso mismo, el suelo vital que le da realidad, porque complementa su propia existencia.

La guerra que inició Chile no tenía afanes solo económicos. Había fines estratégicos, en este caso, geopolíticos; lo cual se demuestra en los tratados posteriores a la guerra, como en el de 1904. En definitiva Chile se proponía vivir a costa nuestra (con la complicidad de nuestra casta señorial), pues nos convertía en doblemente tributarios, primero del mercado mundial y luego del uso obligado de sus puertos. Con eso aseguraba el desarrollo del norte chileno a costa de nuestra economía. La complicidad del Estado señorial-oligárquico consistió en depender siempre de la salida por puertos chilenos; por eso los tratados no hacían sino ratificar las ventajas que tenía Chile ante la dependencia de un Estado que no buscaba más salidas que las mismas (el botín chileno fue nuestra dependencia, por eso podían chantajear todo lo que quisieran, porque la vocación señorial así lo permitía).

Lo que antes era, y siempre fue, una libre conexión entre altiplano y costa, después de la usurpación se convirtió en un muro jurídico-político que nos condenaba al encierro geopolítico (por eso no es metafórica la acepción de enclaustramiento). El mercado mundial que nacía, lo hacía por el mar y Bolivia quedaba impedida de una concurrencia libre a ese mercado. Su condición de doble tributario hacía más desgraciada la vida en su interior, puesto que los ingresos (en gran parte el propio tributo indígena) ahora debían costear aquel peaje inevitable que imponía Chile. A ello hay que sumar, otra vez, gracias a la complicidad propia, la destrucción del comercio nacional por su supeditación al comercio chileno. La consigna fue siempre vivir a costa nuestra. Chile aseguraba, de ese modo, el modo parasitario de su desarrollo.

Entonces, por último, nuestro derecho proviene de algo anterior a todo discurso estatal: ningún pueblo puede vivir a costas y expensas de otro pueblo. Pretender fundar el derecho en esta injusticia, vulnera al derecho mismo; pues solo la vida es la fuente de todo derecho posible y, en consecuencia, el derecho solo puede nacer de la afirmación de la vida, lo cual significa que la vida de uno No puede significar la muerte de otro. El pretendido derecho que postula un Estado a costa de la vida de todo un pueblo no constituye derechos sino es la violación de todo derecho.

Continuará

Para tus amigos: