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Domingo 17 de marzo de 2013

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Cultural El Duende

Desde mi rincón

Liturgia Postconciliar (III)

17 mar 2013

Fuente: LA PATRIA

TAMBOR VARGAS

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En este tercer examen de la fenomenología de la liturgia postconciliar, no podríamos olvidar que existe una cierta influencia ‘pentecostalista’. Me refiero a la ‘importación’ en diversos grados de estilos o gestos procedentes de las celebraciones (litúrgicas o no) de grupos pentecostales (católicos o no). Podemos incluir en este capítulo varios de los gestos relacionados con las manos: para empezar, el rítmico aplauso que acompaña un canto o una recitación (emblemáticamente, los ‘aleluyas’); o cuando el celebrante ‘impone’ ilegítimamente a los fieles darse las manos durante el rezo del Padrenuestro; o la gestualidad imitadora de la propia del celebrante en la recitación de las oraciones de la misa; también se hace visible en la respuesta de los fieles al saludo “El Señor esté con ustedes”.

A partir de estas influencias bastante generalizadas, ese estilo pentecostal puede hacerse tanto más presente cuanto más específica sea la celebración litúrgica; y puede también combinarse con algunos intentos de ‘aculturación’ (vestimenta del celebrante y de algunos fieles), danzas ‘folclóricas’, contenido de las ‘ofrendas’, etc.

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Otro rasgo de la cotidianidad litúrgica consiste en que ‘las fieles’ han reivindicado con los hechos su derecho a decidir si acuden a la Misa con la cabeza cubierta o descubierta. La mayoría ciertamente se ha inclinado por la segunda opción (¿’equidad de sexo’?); pero no faltan las que se atienen a la primera práctica tradicional pre-conciliar (específica femenina).

Obviamente, aquí no interesa las proporciones estadísticas, sino la doble anomalía (eclesial y cultural) de la presunta indeterminación misma. Puede tomarse como un indicio muy elocuente de la subjetivización de los ‘detalles’ de la liturgia postconciliar. Y la curiosidad preguntaría: ¿puede afirmarse que se trata de un ‘vacío canónico’ eclesiástico? Es concreto, ¿qué establece la normativa vigente?

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A la hora de dar la mano para el signo de paz, no faltan celebrantes que consideran más ‘pastoral’ hacerlo recorriendo todo el templo (o por lo menos su pasillo central), como si se pretendiera que no quede nadie sin ‘su’ saludo. Y algo parecido podría decirse cuando, en las escasas misas donde el celebrante incluye el rito inicial de la aspersión del agua bendita sobre los fieles: aquí ya no basta que recorra el pasillo central, sino que difícilmente puede eludir la presión de los fieles que ‘exigen’ al celebrante personalizar el envío del agua bendita. Es decir, que las gotas de agua bendita tengan un destino individualizado. Y la ‘teoría’ subyacente parece ser que solo así el sacramental distribuido puede ejercer su eficacia… (creencia de aparente raíz andina).

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Pasando a otro orden de cosas, encontramos celebrantes de los que, unos, porque creen que la actual forma sacerdotal celibataria está destinada a una pronta extinción; otros, prescindiendo de esta ‘previsión’, porque se consideran obligados en conciencia a contribuir a su imposición en algún momento futuro, destilan con insidia una escenificación de la liturgia que vaya aclimatando y familiarizando a los fieles con una imagen cuyas premisas puedan definirse como de ‘complementación bi-sexual’: desde la entrada del celebrante hasta su despedida, por ‘a’ o por ‘z’ los fieles no dejan de tener delante de sus ojos el altar ocupado por un y una ‘celebrante’. Supongo que hay quien lo defendería como una forma de superar el ‘clericalismo’ (que para ellos es sinónimo, claro, de ‘machismo’)… Y está fuera de duda que, en pro de la ‘equidad’, ¡nunca les faltarán candidatas para aquellas escenificaciones!

Tal maniobra encuentra su mejor ocasión a la hora de repartir la comunión: hay templos en los que de forma sistemática, el sacerdote celebrante y una ‘ayudante’ se dedican a esta función; también los hay en los que, a la hora de repartir la comunión, el celebrante se retira a su asiento, dejando la tarea exclusivamente a su(s) ‘con-celebrante(s)’.

Aunque parece que alguien en Roma una vez dijo que esto solo está justificado cuando la cantidad de fieles prolongaría excesivamente la distribución del sacramento, por acá uno encuentra templos en que se ha vuelto una práctica indisolublemente unida a la celebración eucarística, sin excepción. Como decía, parece que se trata de ir acostumbrando a los asistentes a aquella imagen… por si llega el día en que los ‘hechos consumados’ encuentran aprobación canónica.

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En los últimos años otra novedad es la presencia audible de celulares en cualquier momento de la Misa… Ante la llamada caben diferentes reacciones del afectado: unos atienden la llamada en el banco donde están; otros, organizan una carrera hacia un nave lateral o cerca de la salida del templo, para volver a su asiento en cuanto han atendido al ‘intruso’.

Lo llamativo es que parecen ser pocos los que al ingresar al templo han desconectado su teléfono. Lo que pone en evidencia el carácter marginal de quienes hacen caso de los avisos que piden a los fieles. Pero hay que reconocer que también es minoritario el número de templos en que puede verse ese aviso.

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Tampoco es raro que la audición del rito litúrgico a través de los sistemas de amplificación deje bastante que desear. Me refiero a algo permanente, sistemático; y esto permite pensar en un descuido o, más bien, despreocupación de los responsables; despreocupación que daría a entender que simplemente no asignan mayor importancia a la calidad del sonido que llega a los fieles…

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Otra ‘genialidad’ de algunos celebrantes consiste en ‘reunir’ los dos ofertorios (del pan y del vino) en uno solo. ¿Por qué? Ellos lo sabrán… (no será, me imagino, ¡para ahorrar tiempo!); probablemente se trata de la enésima manifestación del ‘empoderamiento’ clerical en materia litúrgica (no hablo aquí de otras).

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Hay asimismo quienes, al recitar el canon, inventan de su cuenta ‘santos’ que ni figuran en el Misal ni la Iglesia tiene declarados por tales (p. ej. el obispo salvadoreño Óscar Romero, asesinado); de la misma forma que hay quienes invitan a intercambiar el saludo de paz inmediatamente después de la recitación del Padrenuestro, omitiendo las dos oraciones prescritas en el Misal…

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De mayor importancia que la mayoría de los puntos tocados es que de la Misa ‘reformada’ prácticamente se ha exiliado cualquier momento de silencio. O habla el monitor, o el celebrante, o el lector; o cantan los fieles o el coro o el guitarrista. Cualquier cosa menos silencio.

Y esto se presta perfectamente a un elemental ‘psicoanálisis’ colectivo eclesial: ya es conocido que en la sociedad actual el silencio no solo no juega ningún papel, sino que es sentido como algo pesado, molesto, incómodo, enervante, odioso… ¡Simplemente insoportable! Como si los fieles no supieran qué hacer… (y probablemente se pongan a charlotear entre ellos). Y para evitarlo, diríase que avisados ‘liturgistas’ han difundido esta consigna: téngaselos permanentemente ‘ocupados’ (¿’distraídos’?).

Sea como fuere, lo efectivo es que la mayoría de los individuos actuales padece de incapacidad para enfrentarse consigo mismo, para reflexionar, para entrar en diálogo con Dios, para profundizar en los textos leídos, sobre la homilía, sobre las necesidades personales… Y el ambiente post-conciliar, no solo no se ha esforzado por contrarrestar esta tendencia ambiental, sino que más bien la ha dado por buena, ratificándola y reforzándola; incluso ‘sacralizándola’, pues la agudiza en los tiempos litúrgicos.

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Del lector de todo lo que hasta aquí se ha dicho, no podría excluirse un comentario de tono despectivo: objetaría que las ‘anomalías’ reseñadas presentan muy diversa importancia. Aunque fuera así, no es mi propósito entablar aquí una discusión sobre si esto es verdad o no (aunque podría tener su interés, tampoco me interesa mayormente determinarlo ante otro tipo de examen, pero esta vez centrado en la actitud que subyace en la mentada objeción). Porque hacerlo constituiría la mejor confirmación de lo que he venido llamando el ‘subjetivismo individualista’. En efecto, determinar la ‘importancia’ relativa de cada una de las ‘creaciones’ o ‘discrepancias’ de los celebrantes de la liturgia católica equivaldría, en último término, a dar por bueno aquel libre examen aparentemente en boga desde el inicio del postconcilio.

En efecto, aceptarlo, tolerarlo, cerrar los ojos, equivale a desconocer uno de los elementos más trascendentales de la celebración católica de la Misa: su carácter de misterio salvador por obra y gracia del mandato que, en la Última Cena, los apóstoles recibieron de la boca de Cristo: “Hagan esto hasta que yo vuelva”.

Para terminar: que nadie crea que he agotado la casuística; no está agotada ni siquiera restringiéndola a la de vigencia local. Y que tampoco nadie crea que el ‘malestar’ expresado es patrimonio compartido por la mayoría de quienes acuden de una forma habitual a las misas dominicales; lo que plantea una nueva pregunta: ¿quita esto gravedad a la cuestión o más bien la añade porque presupone ignorancia y desinterés por la Iglesia Católica?

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Uno no puede dejar de esperar de ciertos lectores el achaque de que mis artículos transmiten una visión ‘negativa’, ‘pesimista’, ‘derrotista’, ‘prejuiciada’, ‘anti-conciliar’, etc., etc. Pertenecen al tipo de hombres que anteponen cualquier calificativo al de ‘real / irreal’ de lo apostrofado. Por mi parte puedo certificar que todo lo descrito forma parte de la realidad litúrgica postconciliar. Y a pesar de tantas deformaciones arbitrarias, la liturgia postconciliar sigue verificando el dogma católico de la Eucaristía; aunque no lo verifica gracias a la serie de deformaciones registradas, sino a pesar de ellas. ¿Detalle secundario? Allá ellos…

Fuente: LA PATRIA
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