Todavía con el shock de la inesperada renuncia de Benedicto XVI, se han disparado los medios de comunicación tratando de descubrir los detalles y sobre todo las razones por las que ha tomado esa decisión grave y transcendente. Algunos medios sensacionalistas han querido ver razones ocultas en torno a las intrigas que se han sucedido en los últimos meses, especialmente el llamado Vatileaks, donde el mayordomo papal Paoletto sustrajo y publicó documentos secretos y reservados al Papa. Ciertamente este caso y otros similares han influido para que Benedicto XVI viese la necesidad de una renovación profunda, que él con 86 años de edad y experimentando las disminuciones propias de la ancianidad, no está en condiciones de emprender.
Sin esperar un desenlace fatal el Papa prudentemente ha tomado esa decisión, tal como ha subrayado, buscando no tanto el bien propio sino el bien de la Iglesia que necesita de una cabeza con vigor físico y espiritual. Se trata de afrontar los nuevos y enormes desafíos, provocados en gran parte por la cultura globalizante, marcadamente materialista, hedonista, erotista y violenta, donde el cristianismo y particularmente la Iglesia son atacados por ideologías cristofóbicas,
Como era previsible han comenzado los analistas a evaluar la labor del Papa Benedicto XVI en sus casi 8 años de pontificado. Hay opiniones progresistas que califican negativamente su actuación por ser excesivamente conservadora y no haber sabido escuchar las voces de aquellas personas que desearían cambios en la legislación de los sacerdotes que favorezcan el celibato opcional y la ordenación femenina. También sugieren una mayor apertura en la ética sexual para integrar en la Iglesia a los colectivos de homosexuales o de familias monoparentales. Asimismo critican que el Papa siga aferrado a ciertas normas litúrgicas pasadas que obstaculizan el acceso de personas jóvenes y laicas que constituyen la esperanza de la Iglesia ante la escasez de sacerdotes. Igualmente piensan que la Iglesia debe favorecer a los movimientos de izquierda como legítimos portavoces del pueblo.
Por el lado contrario hay grupos tradicionales que critican a Benedicto XVI por no haber aceptado plenamente los ritos tridentinos, ni tampoco a las asociaciones tradicionales, tales como los seguidores del Obispo Marcel-François Marie Lefebvre, que rechazan ciertos postulados del Concilio Vaticano II, especialmente los referentes a la libertad religiosa o a la liturgia moderna, que consideran una traición a tradición de la Iglesia.
Benedicto XVI, bien consciente de esa doble crítica ha tratado de encontrar un camino intermedio virtuoso, según el clásico principio aristotélico “in medio virtus” (la virtud está en el medio), abriendo caminos para evitar radicalismos antievangélicos. Ha propuesto diálogos para la renovación en la continuidad que implica un discernimiento evangélico que Jesús también ejercitó en su vida terrena frente a los que le tildaban de revolucionario: “No he venido a abolir la Ley de Moisés ni los Profetas: No he venido a abolir sino a completar o perfeccionar” (Mt 5, 17) a la luz de los signos de los tiempos (Mt 16, 3). Sobresale sobre todo en la predicación y en la acción de Benedicto XVI su valoración profunda de la fe como la clave para la doctrina, la predicación y la acción de la Iglesia tanto como comunidad como conjunto de personas que actúan en los distintos ámbitos de la vida.
No olvidemos que Juan Pablo II a quien nadie le discute el título de “Grande” o “Magno”, mantuvo a lo largo de su pontificado una cordialísima relación con el cardenal Ratzinger en el que se apoyaba y al que encargó la dirección de la Congregación para la Doctrina de La Fe, organismo importante en la Iglesia con la función de profesar, defender y explicar la verdadera fe. El cardenal Ratzinger a quien algunos tildaban como el despreciativo calificativo de “Panzerkardenal”, ha cumplido fielmente esa delicada misión de ser el guardián del doma católico, acallando o suspendiendo a teólogos que no respetaban la fe católica.
Pero el verdadero acierto del cardenal Ratzinger ha sido señalar con claridad meridiana que la esencia de la fe no consiste simplemente en una aceptación ciega de las verdades contenidas en el credo o en dogmas o concilios, sino que ante todo es una adhesión incondicional a la persona de Jesús, el Hijo de Dios, revelado sobre todo en los evangelios. Esto se muestra con claridad meridiana en la Instrucción “Christus Dominus”, publicada en el año 2000, Año del Jubileo. Este postulado que algunos podrían considerarlo luterano, entiende que Dios a través de su Rúaj Santa, enviada por Jesús, es la verdadera actora en nuestras vidas. Si falta esa fe en Cristo Jesús, todos los esfuerzos humanos, por titánicos que sean, pueden desviarse hacia enfrentamientos y violencias homicidas: la Caridad se fundamenta en la Verdad.
Ratzinger ha ejercido siempre su talante intelectual y didáctico. Se ha esforzado como Papa y pastor en el diálogo frente a otras iglesias, religiones, filosofías y culturas. Pero sobre todo, a través de sus catequesis, discursos, encíclicas y otros escritos, ha querido enseñar a los miembros de la Iglesia a ser fieles seguidores de Jesús. De aquí que Benedicto XVI considera a la Iglesia como la esposa de Cristo, aun reconociendo que en ella, aunque es Santa, también existe el pecado y por lo tanto necesita de purificación (Catequesis, 13 de enero de 2013). La fidelidad a Cristo Jesús debe ser también fidelidad al Papa, como Vicario suyo en la tierra, tal como expresó en su última alocución oficial, despidiéndose de los cardenales. Por eso, me atrevo a proponer que Benedicto XVI debería pasar a la historia como “Maestro de la Fe”, fiel a Jesús el Gran Maestro.
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