Mientras en la ciudad del Pagador se verificó una vez más la magistral Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad, es decir el famoso Carnaval de Oruro; por calles y plazas de la vecina población fronteriza de Puno (Perú) a partir del 2 de febrero y “la octava” que se prolonga a lo largo de dos semanas más, tiene lugar la impresionante Festividad de La Candelaria, que a uno de los más connotados intelectuales peruanos (Arguedas, de imperecedera memoria) le motivaría a nombrar como el espectáculo cargado de mayor significado que hubiera visto, pues: “este desfile en los Campos Elíseos de París o en la V Avenida de Nueva York causaría deslumbramiento y despertaría en los espectadores inquietudes jamás suscitadas antes en el corazón” (“El Comercio” de Lima, 12. 3. 1967).
En realidad, la fastuosa fiesta se había iniciado menos de dos décadas antes, al trasladarse desde un derruido templo en la aledaña población de Salcedo, la bella imagen colonial de La Candelaria para ser entronizada en la iglesia situada en la céntrica zona del parque Pino, como Patrona de la Capital lacustre del Perú. Además del centenar de grupos de sicuris y danzas autóctonas puneñas que efectuaron demostraciones en el principal coliseo de la ciudad, también se había invitado a una banda orureña de vientos metálicos que habiendo causado por afinidad étnica verdadera sensación entre los espectadores, se la volvió a convidar en años subsiguientes.
Antes de aquel acontecimiento, los devotos promesantes de todo el sur peruano tenían que acudir en caravana ante la famosa Candelaria de Copacabana en inmediaciones del Lago Sagrado, optando a partir de aquel momento, como es lógico suponer, rendir ante la nueva imagen idéntica pleitesía “en casa”. En 1955, también se comenzaron a llevar conjuntos de música y baile contratados en el Carnaval de Oruro, entre ellos los primeros grupos de la Diablada, que poco después aparecieron en Puno y Juliaca, desfilando con trajes comprados o alquilados en los talleres artesanales de la ciudad de La Paz, para finalmente trasladar artesanos bolivianos para que confeccionen allá mismo esas prendas, recordándose entre muchos al taller “El Quirquincho” de Luis Trujillo, por haber sido uno de los pioneros.
Todo lo anteriormente referido no constituye ningún misterio, al hallarse debidamente registrado y documentado por la prensa puneña de aquellos tiempos, motivando más recientemente al destacado folklorólogo Enrique Bravo Mamani en su obra en dos tomos titulada “La festividad de La Candelaria” (Puno, 1995) a manifestar que “Es evidente que desde tiempos antiguos esta festividad ha recibido directa e indirectamente el aporte de otras culturas, de otros ámbitos y de otras realidades, (…) es una especie de crisol en el que se funden permanentemente acontecimientos propios y extraños”…
La festividad de la Candelaria en Puno ha crecido muchísimo, principalmente con la incorporación de la Diablada como atracción central, contando en su desenlace final con el protagonismo del Arcángel San Miguel –el capitán general de los ejércitos celestiales- que conduce a las legiones infernales a postrarse de rodillas ante los pies de la Madre celestial; solamente que aquí la pieza no ha tomado como modelo el drama sacro del mismo nombre, que como catequesis de la lucha entre el bien y el mal antes se interpretaba delante del atrio del Santuario de la Candelaria de Copacabana, sino a través de los ritmos ágiles y plenos de energía que surgen más adelante entre la grandiosidad del Carnaval de Oruro.
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