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Domingo 17 de febrero de 2013

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Cultural El Duende

David Huerta

17 feb 2013

Fuente: LA PATRIA

David Huerta. Ciudad de México, 1949. Poeta, editor, ensayista y traductor. Hijo del poeta Efraín Huerta. Ha publicado El jardín de la luz (1972); Cuaderno de noviembre (1976, 1992); Huellas del civilizado (1977); Versión (1978, 2005); El espejo del cuerpo (1980); Incurable (1987); Historia (1990, 2009); Los objetos están más cerca de lo que aparentan (1990); La sombra de los perros (1996); La música de lo que pasa (1997). Los poemas que aparecen en esta edición forman parte de su libro La calle blanca (2006)

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El río de tus ojos

El río de tus ojos se enciende en todo lo que miras:

un vaso, una líquida página, un texto, una guirnalda.

El río de tu mirada lleva en sus aguas el signo del día,

los utensilios de la fuerza, las herramientas del deseo.

El río de visibilidad que te conduce levanta

los vasos de la reconciliación, el fuego de las cosas.

El río abundante de tus ojos te cubre con sus largas ondas

y te viste con ropajes de transparencia.

El río multiplicado del devenir se mira en tus ojos,

recoge en sus palmas de diamante la señal del contacto.

El río de tus ojos me da el sentido del viaje y me ofrece

curiosas imágenes del tiempo, balbuceos heracliteanos.

El río de nuestros ojos brilla en la oscuridad de los gritos

y se despliega en los murmullos de la divinidad anhelante.

El río de las miradas vuelve a los veneros de la carne

y al éxtasis y a la memoria, con un movimiento circular.

El río de lo mirado se disuelve en la muerte y en ella

hunde raíces de mutaciones, copos vibrantes de energía.

El río de tus ojos me aclara el mundo que todo y le dará cauce

a esta página, cuando las leas y la enciendas.

El pensador

Sentado en medio de los chisporroteos, de las babas

del siglo, de los ramos de estaño que rechinan y se curvan

hacia la mano de la doncella hipnotizada,

sentado a tientas en la oscura

limpieza del orgasmo, sentado y desnudo, sentado y vestido

por las carnales turgencias de una capa de ozono,

sentado entre los azules chasquidos y los ángulos apetitosos

de un muslo de muchacha desmayada y blanca,

más pálida, más lunar, más lánguida

cuanto más cerca de los ejes en racimo y más situada

en la vecindad de su visible dominio,

sentado y pensando en los caballos,

en las desigualdades sociales, en no-importa-qué,

en los galicismos, en la prosa del mundo,

en el antipático Hegel, en la necesidad

de tirar la basura. El pensador

se levanta luego, camina por las habitaciones azules

y por el Desierto de Gobi. Se sienta de nuevo.

La mano izquierda de Glenn Gould

Salga en esta luz, doblado mundo desde la muñeca

hasta el resplandor del índice vibrante, una figura

que debe ser la de este canadiense con boina–

está en los bosques azules o verdes,

está en los áridos estudios de grabación,

está lejos de las alumbradas salas de conciertos.

Salga, digo, dicen,

para entender, extender el alcance de esta mano

en medio de los abullonados espacios–

lugares afilados hasta el delirio sobre el teclado,

cinturones de asteroides, curvos fulgores de epilepsia.

Salga la mano izquierda de Glenn Gould y saque

las secas, sombrías, rectas notas

de las variaciones Goldberg de su sombrero matemático.

(Dos, cuatro, ocho, dieciséis, treinta y dos agujas

en el ojo de Wittgenstein, cuyos límites de lenguaje

son iguales a esa transparencia que se desgrana,

se aprieta contra las ventanas oscuras, se diamantiza

y se ennegrece alternativamente

con toda la debilidad de adverbios, bemoles y sostenidos.)

Salga la mano izquierda del pianista de la agonía

de estar encerrado con un ego más grande

que el aire, que el aria inicial. Salga

y entre hacia las superficies rotundas del teclado.

Relectura de Quevedo

Con el pensamiento avanzo

entre hojas de papel, aparto

láminas de temblorosa fugacidad

y asgo los tenues ojos de los fantasmas.

Relampaguea un velo nupcial,

el rostro de la novia se desdibuja en el espanto

del valle de México, entra

en la superficie tornasolada

del mar off Tehuantepec –el sol

es dos, tres frutas encardecidas

sobre las aguas generosas, sombrías. La Torre

de Juan Abad, pueblecillo inerme, se desvanece

en la mano de dios; reaparece

en el puño de una espada y se esfuma

de nuevo para rodear, hacia atrás en el tiempo,

el admirable y francés Señor de la Montaña.

Con el pensamiento duermo, vivo,

me despierto: las hojas de papel

dan vueltas bajo un árbol de oro.

Fuente: LA PATRIA
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