Domingo 17 de febrero de 2013
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Sin duda, el éxito y la permanente vigencia de Montaigne a lo largo de los siglos tienen algo de enigmático: no es un clásico como los demás, autor de un libro venerado y por tanto intimador cuyo renombre nadie pone en tela de juicio pero que solo los estudiosos siguen frecuentando. No, Montaigne siempre ha gozado de la complicidad entusiasta de muchísimos lectores que por lo demás no muestran ninguna afición especial a los grandes monumentos literarios: para ellos, Montaigne es algo familiar y próximo, una voz reconocible entre todas tanto cuando discute como cuando gasta bromas, en una palabra… un amigo. Por otros autores sentimos respeto o admiración, por Montaigne sentimos amistad. Quizá ningún otro escritor se ha ganado tantos amigos desde que firmó su obra y no es detalle menor que dos de los primeros se llamasen Cervantes y Shakespeare.
Lo que Montaigne ofrece al lector no es la solidez de una doctrina acabada ni tampoco el ejemplo moralmente edificante de una conducta digna de imitación sino más bien compañía: la cercanía inteligente de alguien que comparte con nosotros perplejidades, descubrimientos y hasta caprichos. La espontaneidad de su reflexión no proviene de sus lecturas clásicas sino de una curiosidad que peregrina incansable entre los temas que le brinda la cotidianidad: Para un buen aprendizaje todo lo que se presenta ante nuestros ojos puede servir de libro y sobra como tal: la malicia de un paje, las tonterías de un criado, un comentario en la mesa con otras tantas asignaturas. De tal modo que lo mejor de sus ensayos (entendido este nombre en su día chocante en el sentido de intentos o aún experimentos como hubiera querido fray Diego de Cisneros) no se debe a la deliberación que traza el plan de trabajo sino a la divagación afortunada que aparta de él: no me encuentro donde me busco; me encuentro mejor tropezándome casualmente que buscando e inquiriendo con mi juicio. El asunto que le sirve de punto de partida –y que determinará el título, a menudo engañoso, de la disertación– es lo menos: cualquier puerta es buena para entrar en un jardín de senderos que incesantemente se bifurcan y ninguno de los cuales desemboca en la roca sólida de la certeza: El primer argumento que Fortuna me ofrezca, lo retomo: todos me parecen igual de buenos. Nunca intento exponerlos enteros porque no alcanzo a ver el todo de nada: tampoco lo hacen los que prometen hacérnoslo ver. Entre las cien partes y las cien caras que tiene cada cosa solo escojo una: a veces, solo para tocarla con un lametazo; otras, con la yema de los dedos y que puede que la pinche hasta el hueso. Le doy un puntazo, no muy ancho, pero lo más profundo que pueda. Lo que más me gusta es cogerla desde un punto de vista distinto (…). Sembrando una palabra aquí, allí otra, muestras arrancadas a la pieza original, apartadas sin intención ni promesa, no me veo obligado a acertar, y tampoco a aferrarme a mi postura sin tener ocasión de variarla cuando me apetezca: puedo entregarme a la duda y la incertidumbre o a mi horma preferida, es decir, la ignorancia. Y todo ello servido con un estilo lo más parecido posible a la charla de un grato compañero, a veces sutil y otras directo hasta lo procaz: nada que ver con la elocuencia de la arenga o el sermón: El habla que me gusta es un habla natural y sencilla, tal sobre el papel como en los labios; un habla suculenta y nerviosa, corta y apretada, no tan delicada y peinada como vehemente y brusca.
Fuente: LA PATRIA