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Domingo 03 de enero de 2010

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Revista Dominical

Las monjitas del Tío

03 ene 2010

Fuente: LA PATRIA

Por: Víctor Montoya

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Cuando el Tío vio en mis manos el libro de Giovanni Boccaccio, lanzó un suspiro hondo y asistió.

–¿Leíste ya el cuento de Alibech narrado en la tercera noche?

Me quedé como alma suspendida en el vacío. No sabía que el Tío conocía el “Decamerón”, obra medieval censurada por los padres de la Iglesia debido a sus blasfemias y su desmesurado erotismo.

–Y tú, sin ser ratón de biblioteca, ¿cuándo leíste a Boccaccio? –le pregunté a modo de despejar mi duda.

–No hace falta que lo lea –replicó--. Si conozco al dedillo las obras clásicas es porque algunas de ellas están inspiradas en mi existencia y en mi libre albedrío. Soy el protagonista de esas aventuras y de muchas otras que aún no se han escrito. Si gustas, y dispones de tiempo, puedo contarte algunas para que tú, como buen escribano del diablo, les des forma y les pongas color.

No dije nada, pero me quedé pensando en que, efectivamente, el décimo cuento del “Decamerón”, narrado en la tercera noche, trataba la historia de Alibech, la hermosa muchacha berberisca que, conducida por una inspiración divina, se marchó en busca del monje Rústico para convertirse al cristianismo. Pero el monje Rústico, quien de religión y de amores sabía más que ninguno, se quedó encantado con la belleza de Alibech y, a modo de satisfacer sus deseos carnales, le enseñó que la mejor manera de servir a Dios y alcanzar el reino de los cielos era metiendo al diablito del hombre en el infiernito de la mujer. Así es cómo el monje Rústico, retirado a una vida de eremita en los desiertos de Tebaida, la poseyó de una y mil maneras, hasta hacerla sentir una satisfacción que sólo el Tío es capaz de procurarle a una mujer atrapada en su reino.

–¿Por qué estás mudo? –indagó el Tío, arrancándome de mis cavilaciones.

–Porque estaba pensando en la patraña del monje Rústico. ¡Qué pendejo!

–Eso pasa. La tentación de la carne es un pecado inevitable, un pecado que nos persigue hasta en los sueños.

–¿Cómo así?

–Fácil --contestó el Tío--. Todos tenemos sueños húmedos, y en el sueño, como en las películas de Hollywood, todo es posible, incluso lo imposible. Por ejemplo, el día en que me enamoré en el sueño de la monjita más bella y joven del monasterio, salí de mi guarida y pasé por los dientes del molino, haciendo chispear el herrumbroso metal a modo de comprobar que no había perdido mis facultades de Satanás a pesar de estar disfrazado de cura; sotana de rigor, sombrero alón y camisa clerical, con cuello cerrado y banda blanca puesta en su lugar. En la puerta del monasterio, burlé la vigilancia de la ama de llaves, atravesé el pórtico y gané el pasillo rumbo a la puerta del dormitorio, donde estaba la monjita, apenas cubierta por una sábana que dibujaba la curvatura de sus senos y su vientre. La contemplé por un instante, intentando rehuir el crucifijo pendiente sobre la cama. La monjita, al sentir mi presencia, abrió los ojos con parsimonia y, al verme plantado a su lado, se incorporó restregándose los ojos. Yo me quité el sombrero, levanté la sotana y ordené:

–Tócame, hija

La monjita, de rostro angelical, me bañó con una mirada celestial y se negó con la cabeza.

–No tengas miedo --la serené--. Estás bajo mi divina protección...

La pobre no supo resistir la tentación y cayó como pajarito en mi trampa. Le quité su única prenda y, ¡zas!, me metí en la cama, acariciándole la bendita protuberancia que Dios le puso allí donde termina el casto nombre de la espalda. Su cuerpo, lozano y suave, se abrió como flor al contacto de mis manos, mientras sus labios pronunciaban palabras santas y su piel gemía entre espasmos de dolor y de placer. Me la hice vivir enterita, hasta que el amanecer despuntó en el horizonte. Me puse la sotana y abandoné el monasterio antes de que la ama de llaves abriera los ojos.

El Tío, tal cual se lo imaginan ustedes, contó su sueño como en estado de transe, los ojos chispeantes y la mirada perdida quién sabe dónde. Ni modo, me limité a mirarlo con seriedad, como reprochándole su conducta. Y, mientras el cuento de Alibech revoloteaba en mi mente, le increpé:

–¿Y por qué te aprovechaste de la monjita, sabiendo que existe tanta María Magdalena entre las mujeres de cuerpo ardiente y espíritu rebelde?

–Porque la monjita, en el remanso del sueño, se me apareció como Dios la trajo al mundo; tenía los ojos color verde limón y la boquita..., ni para qué te cuento; lucía un cuerpo de diosa y unas..., ni para qué te cuento; impactaba la redondez de sus caderas y el volumen de..., ni para qué te cuento...

–Está bien --le paré--. Pero en qué se parece tu sueño al cuento de Alibech, a quien engañó el monje Rústico diciéndole que el diablo lo atormentaba y que para librarse del dolor era necesario que ella lo metiera en el infierno.

El Tío me miró confundido. Se acomodó en su trono, se refregó las manos, esbozó una sonrisa pícara y, haciendo gala de su ingenio, habló con tono de regocijo:

–Tal como me sucedió en el sueño te lo cuento: hace mucho tiempo, también vestido de cura, me metí en otro monasterio, donde una monjita de apretadas carnes, educada en la misión de ayudar a su superior con reverencia y sin pudor, me aplicaba los masajes después de cada baño, hasta que un día le conté la historia de que la salvación divina venía por medio del pecado carnal. En principio no me lo quiso creer, pero muy pronto, cuando descubrió la satisfacción y hasta el gustito de meter al diablo en el infierno, me rogó que no la cambiara por otra hermana. Así lo hice, hasta que una noche, la madre superiora, al verla chiflada de alegría y coqueta como si esperara a alguien, le preguntó:

–¿A qué se debe esa alegría y esa sonrisa a flor de labios?

–A que alcancé la salvación –contestó la monjita

–Pero, ¿cómo sucedió el milagro, hija mía?

–Todo comenzó con el reverendo padre --confesó la monjita, sintiendo un leve rubor en la cara--. Una noche, mientras le aplicaba los masajes después de su baño diario, me tomó de la mano, la llevó hasta su entrepierna y me hizo tocar su respetable. Después me dijo que era la llave del cielo y que sería necesario probarla en mi cerradura para ver si se abrían las puertas del paraíso. Al principio me dolió un poco, como debe doler el tránsito hacia la salvación eterna, pero después entró justito y hasta sentí un placer que me hizo alcanzar el cielo...

La madre superiora, irrumpiendo el relato, remontó en cólera y pegó un grito en el monasterio:

–¡Diablo inmundo! ¡Nos tienes engañadas! A ti te contó que su respetable es la llave del paraíso y a mí me hizo creer que es la trompeta del arcángel Gabriel, y se la estoy soplando desde hace tiempo...

Como comprenderán, me reí del atrevimiento y el desparpajo del Tío. Cómo no me iba reír de las diabluras del diablo. ¡Qué jodido!, diría Boccaccio, si se levantara de la tumba y lo viera con el látigo de vergajazo en la mano y el respetable listo para la primera embestida. De seguro que Boccaccio volvería a morirse de espanto y de encanto, pues el Tío, al igual que el escritor italiano, es también un maestro en el arte de narrar historias eróticas, como las que se leen en el “Decamerón”, exactamente iguales, ni más ni menos.

–¿Y qué pasó después? –le pregunté curioso por saber qué hizo cuando se dieron cuenta de que no era un cura sino el Tío.

–No volví a pisar el monasterio y, lo que es peor, desperté del sueño --dijo con el rostro risueño. Luego acotó--: Pero gracias a mis aventuras oníricas, te puedo asegura que no hay cosa más santa ni más prodigiosa que las nalgas de una monjita.

Abrí un silencio repentino. No quise entrar en detalles y me retiré con el libro de Boccaccio en la mano.

–Que lo disfrutes --dijo el Tío--, mientras yo salía del cuarto cerrando la puerta a mis espaldas.

Escritor boliviano radicado en Estocolmo.

Fuente: LA PATRIA
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