Ha causado una conmoción mundial, reflejada en los medios de comunicación, el breve discurso de Benedicto XVI el 11 de febrero de 2013 anunciando su renuncia como Papa, que se hará efectiva el próximo 28 de febrero a las 20:00 de la noche, hora italiana. Nada hacía sospechar una renuncia inminente, aunque en los últimos meses se advertía un cierto decaimiento en su salud corporal, al tener que utilizar bastón para caminar o una plataforma movible para desplazarse por la basílica de San Pedro.
Mucha gente pensaba que los papas terminan su mandato sólo cuando mueren, tal como ha sido la costumbre desde hace ya más de cinco siglos. En nuestra memoria está el ejemplo de Juan Pablo II quien, al agravarse sus enfermedades y sentir la proximidad de la muerte, ante la pregunta sobre su posible renuncia, respondió con estas palabras: “De la cruz no se baja”. Con esa frase daba a entender que el Señor le llamaba a asociarse a los sufrimientos de Jesús crucificado para la redención del mundo. Con ello Juan Pablo II dio un ejemplo maravilloso a las personas que sufren y también a toda la humanidad de cómo el dolor puede y debe ser salvífico.
La situación de Benedicto XVI, sin embargo, es bien distinta. Él no está al borde de la muerte. Si bien, tal como él mismo declara, sus fuerzas físicas se han debilitado, mantiene lúcida su mente. Por eso en un clima de discernimiento espiritual ha llegado a la certeza de que no está en condiciones de gobernar la Iglesia Católica, que agrupa a mil doscientos millones de fieles en todo el mundo y tiene que hacer frente a los graves problemas que recaen sobre su autoridad. Pero, el cardenal Ratzinger, aunque deje esa carga, seguirá colaborando activamente en la Iglesia. Por eso ha expresado su deseo de retirarse a un monasterio dentro del Vaticano, donde dedicará los años que el Señor le conceda a la oración, a la reflexión y a la predicación escrita.
Dotado de una inteligencia excepcional, el Papa alemán mantiene una clarividencia extraordinaria sobre los momentos difíciles que atraviesa la humanidad. Él está convencido de que el mundo sólo podrá superar esa crisis si acrecienta su fe en el verdadero Dios. Tal vez sea éste el carisma más significativo que el hasta ahora Papa ha ejercido: ser maestro que discierne los signos de los tiempos a la luz de la Palabra y de la razón. Meditando sobre ellos ha denunciado los peligros y sobre todo ha anunciado los caminos que llevan a la salvación, educando y enseñando a vivir la fe y la caridad. Podemos estar seguros de que el cardenal Ratzinger seguirá ejerciendo esa misión, ya no como Papa, pero sí como un sabio excepcional y un profeta iluminado.
Por ello la renuncia de Benedicto XVI no es simplemente un sincero reconocimiento de su incapacidad para seguir ejerciendo un cargo tan exigente, ni tampoco un valiente y loable gesto de humildad que puede servir de ejemplo a aquellas autoridades que se aferran a sus cargos de manera ególatra. Esta decisión papal es un sí afirmativo al llamado del Señor para dejar el cargo a alguien, otro con mayores capacidades físicas. El Papa emérito seguirá orando y al mismo tiempo iluminando a la Iglesia y también al mundo fuertemente amenazado por las poderosas ideologías materialistas, relativistas y hedonistas, que desconocen al verdadero Dios, y en su lugar han puesto como ídolos supremos al poder, al tener y al placer y desprecian la vida, la familia y la fraternidad universal.
Ya entrada la tarde, algunas horas después de que Benedicto XVI leyó el anuncio de renuncia, se desató una tormenta eléctrica sobre Roma, la ciudad eterna. Un relámpago acompañado de un gran resplandor cayó sobre la cúpula de la Basílica de San Pedro. Un camarógrafo captó la escena. ¿Se trata de un signo del cielo? Y, si lo es, ¿cuál es su significado?
Cabe interpretar ese rayo como el mismo Lucifer, el perverso ángel de luz que cae sobre la tierra para destruirla, tal como Jesús declaró: “Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo” (Lucas 10, 18). Providencialmente el pararrayos de la cúpula de San Pedro neutralizó el impacto destructor. Ciertamente que Benedicto XVI en los años en que ha desempañado sus cargos en el Vaticano ha sido ese pararrayos viviente, que con su oración, su santidad y su sabiduría ha protegido a la Iglesia de los embates insidiosos del diablo.
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