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Domingo 03 de febrero de 2013

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Cultural El Duende

Desde mi rincón

Entre las lenguas del mundo

03 feb 2013

Fuente: LA PATRIA

JOAN F. MIRA

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Quienes persisten en la lectura de esta sección de EL DUENDE saben de mi fascinación ante los múltiples fenómenos del lenguaje y de las lenguas del hombre. Esto explica por qué hoy cedo con gusto mi espacio a un filólogo clásico, novelista y antropólogo oriundo de Valencia, autor de un texto aparecido en el diario El Punt Avui (14.12.12). Francamente, me parece interesante lo que dice; convincente, su argumentación; y bello, su lenguaje. ¡Y digna de meditación también por acá…! He aquí mi traducción del original catalán.TAMBOR VARGAS

El día que Yahvé acabó la creación, vio que todo era bueno, incluso el hombre que había creado a última hora y, no sé si antes o después de descansar, hizo también la mujer. Entonces los primeros humanos, siendo ya dos y no uno, de alguna manera se habían de comunicar, además de servirse del tacto y de los ojos. Hablaban, pues, y hablaban la misma lengua que el demonio usó para tentarlos con la manzana, la misma que Yahvé utilizó con voz malhumorada para reñirlos y expulsarlos del paraíso. La lengua original de todos los mitos, aquella Ursprache que los etnólogos alemanes del siglo XIX buscaron por tanto tiempo sin encontrarla nunca. Pasó el tiempo, el juicio de los hombres no progresó gran cosa, quisieron llegar hasta el cielo construyendo una torre altísima, y el dueño del cielo les desmontó el abominable proyecto: en adelante, la confusión de las lenguas sería el destino propio de la humanidad. Es decir, que, después de Babel, la diversidad comenzaba a ser posible y, con ella, las culturas y las civilizaciones. El mito original se había acabado, también la lengua única y los hombres debieron experimentar un profundo desconcierto y una profunda alegría: no llegarían al cielo (por lo menos en la vida mortal, quizás en la otra sí, no se sabe nunca), pero se esparcirían y ocuparían toda la tierra.

Habían perdido la lengua divina, la lengua de Adán, la lengua primera; pero ya podían inventar todas las lenguas del mundo. Podían, por tanto, dar nombre a todas las cosas y movimientos y fenómenos de la naturaleza que iban descubriendo, tantas cosas que no existían en el paraíso terrenal y, por tanto, no existían palabras para decirlas: dieron nombre a las diversas formas de la nieve y del hielo, a los colores del desierto, a los terremotos, a los dolores del alma y del cuerpo, a los desengaños y a la nostalgia, a los odios y a los amores. Y todo esto de las más diversas formas, de formas infinitas, impensables antes de ser pensadas, y sobre todo antes de ser pensadas con palabras, que seguramente es la única forma que tenemos los hombres de pensar, y acaso la única forma de emocionarnos y de sentir. Por esto es tan triste comprobar que los idiomas se pierden (idíoma, en griego, significa carácter propio, cosa propia), que las once lenguas de los pueblos samis del extremo norte de Europa desaparecen implacablemente y, con ellas, los centenares de formas de hablar de la nieve y del hielo, de los efectos del frío, de los grandes rebaños de renos y de los sentimientos de los pastores boreales. Ser hombre significa sentir y pensar con palabras, ver el mundo con el idioma, con esta cosa propia: y cuantas menos ‘cosas propias’ nos quedan, menos maneras tenemos de ser hombres. Y si algún día olvidáramos todas las lenguas, si todos habláramos igual, no sería una vuelta al paraíso gozoso, sería un infierno tristísimo.

No quiero imaginar aquel día infeliz en que quedáramos reducidos a una sola lengua universal, cuando todas las culturas del mundo, todas las literaturas, para ser comprensibles, tendrían que ser traducidas a esta única lengua. Quienes de vez en cuando traducimos literatura, sabemos cuán empobrecedora es la mejor traducción: cómo perdemos, a cada paso, una parte grande o pequeña de lo que Homero o Dante quisieron expresar en cada verso.

Hasta aquí he recuperado parcialmente un texto que, en su primera versión, fue publicado en la revista Mètode de la Universidad de Valencia, espléndido ejemplo de revistas de ciencia. En las páginas monográficas bajo el lema ‘Del grito a la palabra’ había una entrevista a Noam Chomsky (personaje que acierta en lo que conoce y a menudo yerra en lo que no conoce), quien, a la pregunta de por qué la diversidad lingüística es valiosa y merece ser protegida, responde: “Por la misma razón por la que estoy a favor de proteger la ciudad de Venecia de su destrucción por las inundaciones”. La ciudad de Venecia, antigua, pequeña, poco práctica, es como la lengua catalana (y más en el País Valenciano): está en peligro permanente de ruina, salvarla para la vida es caro, hacerla habitable es carísimo: veremos qué hacen los nuevos o viejos gobiernos de Barcelona o de Valencia; veremos cuánto dinero gastan en ella. Siempre será demasiado poco para salvar una lengua del mundo que es la nuestra.

Sabemos muy bien que los idiomas, y muy especialmente en Europa, no tienen sólo un valor funcional, de vehículo de comunicación, como hay quienes afirman muy interesadamente: con este valor las lenguas más ‘reducidas’ serían fácilmente renunciables a favor de las mayores… y esto es lo que realmente quieren decir. No hablo de las lenguas en general, sino de cada lengua particular (y sobre todo de las denominadas ‘pequeñas’: del albanés al lituano, del esloveno al danés, y así cerca de una veintena, incluyendo la nuestra, que no es de las menores), que cuando es vista como culta y oficial, reconocida como propia y nacional, en cierta manera se convierte en símbolo de sí misma: lengua institucional significa valor y dignidad igual a los de otras lenguas.

Ciertamente, la percepción de esta ‘dignidad igual’ y reconocida es esencial para la percepción eficaz de la dignidad propia del país o sociedad que la habla, y esencial para que actúen los mecanismos de cohesión y de adhesión: no es fácil adherirse o ser fiel a lo que –país o idioma– es visto como inferior y de menor valor. ‘Valor’ y dignidad significan prestigio eficaz, uso preferente o único, en cuanto lengua propia, en todos los espacios de la vida social y política, en la cultura y en la educación.

Porque el pueblo y país propio, el grupo de identidad básica del que se forma parte, no puede ser visto y tratado como indigno de ser conocido y reconocido como igual, bajo pena de alguna de las múltiples formas de alienación o de esquizofrenia colectiva, o de algunos de los múltiples síntomas de desaparición lenta por disolución. La lengua propia tampoco puede ser vista como inferior, indigna del mismo trato que otra más fuerte…, bajo pena de ser abandonada a la primera ocasión o coacción. Como afirmaba Antoine Meillet, uno de los padres fundadores de la lingüística moderna, “une langue ne subsiste que misérablement là où elle n’est pas soutenue par un sentiment national”. Y ésta es también la historia moderna de Europa, de Estonia a Eslovaquia y de Grecia a Finlandia. Pasando por este nuestro país, donde lo que se defiende o ataca en materia de lengua (incluida en primer lugar la materia escolar) es, en último término, si somos o no somos un país digno de serlo. Demasiados políticos, evidentemente, piensan que no. Y no sólo en Madrid.

Fuente: LA PATRIA
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