La situación que está viviendo Venezuela, con un presidente que obviamente no puede continuar gobernando, pero que pese a ello se quiere mantener a la cabeza del Estado, nos pide recordar los fundamentos de la democracia. ¿En qué consiste ésta? En que las decisiones colectivas sean tomadas, no por un “tutor” de la sociedad, sino por la mayor cantidad posible de ciudadanos. Ahora bien, en las sociedades contemporáneas esto sólo puede ocurrir por medio de la elección de representantes, los que se ocupan, por un tiempo determinado, de tomar las decisiones a nombre de los demás. Pero el derecho mismo a decidir reside fuera de ellos, porque de lo contrario, si les perteneciera, el régimen democrático se convertiría en una forma de “tutelaje”, en la que uno o unos pocos serían los únicos facultados para gobernar.
Que la democracia sea representativa implica, entonces, una particular relación de confianza: por un lado, la mayoría confía en el representante, en que éste será capaz de interpretar sus necesidades; por el otro, el representante sabe que, mientras cumpla este papel, está obligado a subordinar su voluntad a la de la mayoría y, en la medida de sus posibilidades, a hacerse responsable por ésta. Esta relación tiene un sentido práctico, pero se sustenta en lo que podríamos llamar un “espíritu”; el compromiso del dirigente democrático con la colectividad está determinado por una tradición de larga data y que, en sus mejores momentos, ha tenido un indudable aliento épico. Se trata de una fuente de honor, reconocimiento y trascendencia, una suerte de “religión cívica”, la cual cuenta con grandes santos.
¿”Grandes santos”? Sócrates sometiéndose a la condena de la mayoría, aunque no creía que ésta pudiera proveer un mejor gobierno, pero sí en la necesidad de que cada individuo cumpliera la ley general. Churchill perdiendo las elecciones y abandonando el poder poco después de haber salvado la existencia misma de Inglaterra. Mandela aplicando una política de reconciliación con los racistas sudafricanos, en lugar de aprovechar el gobierno para vengarse del grave daño que el régimen anterior había cometido en contra suya y de su gente.
El representante ideal debe interpretar honestamente las necesidades de la mayoría y anteponerlas a las suyas, que no considera con valor propio. El representante carece de entidad; es un instrumento de algo más grande que él.
No creerse “representante” de las opiniones plurales de la gente sino portador de una verdad única que no sólo justifica, sino que hace imprescindible el gobierno de uno mismo, es una actitud aristocrática antes que democrática, aunque se envuelva en banderas plebeyas.
Si Hugo Chávez, con la humildad y la simultánea grandeza que esto requiere, se hubiera considerado un representante, entonces habría renunciado hace tiempo a la presidencia de Venezuela, al comprender que su enfermedad socavaba el lazo de confianza del que hemos hablado, pues lo imposibilitaba para actuar a nombre de los demás. (Por cierto, uno de los supuestos de este lazo indica que mientras la comunidad, es decir, el motor generador del poder político, tiende a ser eterna, el representante –concreto– siempre resulta prescindible).
Pero Chávez no cree en la representación, sea en sus aspectos institucionales o en sus aspectos éticos, como tampoco creen en ella los demás líderes del ALBA. “Se debe pasar de la democracia representativa, que está al servicio de las élites, a la democracia comunal, en la que no existen mayorías ni minorías, sino que las decisiones se toman en consenso y donde se impone la razón y no el voto”. ¿No fue esto lo que proclamó hace poco el “manifiesto del Titicaca”, redactado por el gobierno de Evo Morales?
Si lo que cuenta es la razón y no el voto, el gobernante deja de ser representante de un mandato externo a él mismo, y saca su legitimidad de la correspondencia entre su ideología y la razón (no es necesario decir que ésta, en la medida en que se refiere a la política, no puede tener carácter universal; que por fuerza se trata de una “razón partidista”). Y entonces su única lealtad es para con él mismo y, como máximo, para con quienes quiénes comparten la misma opinión (es decir, los que forman el “consenso” del que habla el manifiesto).
Los actuales riesgos a los que se enfrenta Venezuela, la posibilidad no remota de que se vea sumida en el caos, de que distintas facciones políticas e incluso el ejército traten de pescar en un río revuelto por el alejamiento de Chávez, se derivan directamente de las malas decisiones de éste, y éstas, a su vez, de esta animadversión por la representación. Es decir, del rechazo de los líderes de los procesos de cambio sudamericanos a la idea básica de la democracia, según la cual, a largo plazo, el pluralismo es un mejor recurso para adaptar la sociedad a la realidad, mejor que el dogmatismo de un grupo de iluminados.
Infolatam
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