Domingo 13 de enero de 2013
ver hoy
En mi barrio ha habido un apagón. Nos ha sorprendido a la salida del trabajo, a esas horas en las que uno sólo piensa en cenar. Al principio ha tenido su gracia buscar las velas por los cajones, armarse de linternas y salir a los balcones para comprobar si sólo nos ha pasado a nosotros. De vez en cuando nos gusta ser rústicos, es como vivir en una de vaqueros. Sin embargo, la broma ha ido perdiendo fuelle. Todo el barrio está oscuro y el silencio sólo se rompe con una alarma intermitente que se esconde entre los murmullos que vienen calle abajo. Quizás algún vecino se ha quedado atrapado en el ascensor y vienen a socorrerlo, hemos pensado todavía con el ánimo intacto y sin preocuparnos demasiado por la ausencia de luz. Para pasar el rato hacemos recuento: no tenemos Internet pero, al fin y al cabo, no es para tanto, quién no puede vivir sin Internet un par de horas.
Vivimos en Barcelona y muchos recuerdan el gran apagón de hace unos años. Empezamos a pensar hasta cuándo durará esto. Los alimentos no tardarán en echarse a perder. Tenemos que hacer algo, llamar a la empresa eléctrica pero me he quedado sin batería en el móvil y el teléfono fijo no funciona porque ahora es inalámbrico. Así que nos sentamos mientras confiamos en que otro vecino llame por nosotros. Vuelvo a asomarme al balcón. Desde allí la alegría va por barrios: en el sur estamos a oscuras pero a lo lejos las luces de la zona alta destellan con opulencia. Alguien en la calle me dice que los técnicos prometen que todo acabará pronto pero de eso hace ya un buen rato y el congelador ya ha empezado a gotear. Es sólo un apagón, pero uno no se da cuenta de todas las cosas que tiene hasta que dejan de funcionar.