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Domingo 06 de enero de 2013

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Cultural El Duende

De: Cuentos escogidos

Wedding day blues

06 ene 2013

Fuente: LA PATRIA

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Eleanor Rigby takes up the rice in a church where a wedding has been ...

LENNON Mc. CARTNEY

Nadie jamás podrá decir que la boda de Griselda no estuvo magnífica en absolutamente todos los aspectos, así como nadie imaginó que el vestido que todos celebraban y todas envidiaban era el mismo que la novia usó el día de su primera comunión con una hábil pieza en la parte baja como un volado espectacular y todos recordarán la fastuosidad de la celebración, financiada íntegra y desusadamente por los novios, que trabajaron por todo un año con horas extras incluidas para poder costearse esas festividades inauditas que pareciera son de propiedad exclusiva de los ricos de Nueva York.

Sólo los más íntimos, dos o tres, recordarán que el traje del novio era alquilado en una sastrería de usado y que la torta, ese masacote suntuoso de triple piso con fuentes de agua y luces de artificio, había sido adquirida a crédito en una pastelería alemana.

La mayoría, en cambio, tendrá en la memoria la delicadeza de los partes matrimoniales impresos de manera casi artística y que invitaban a la celebración del acontecimiento en una iglesia alejada de la chabacanería habitual y a la cual la novia llegaría embarcada en una deslumbrante limousina.

Las más observadoras habrán notado la delicadeza de los arreglos florales en el interior de la iglesia y la tenue luz que emanaba de velas aromáticas que, confundidas con el incienso y la mirra, transportaban el olfato de los asistentes a lugares exóticos y lejanos. Los inclinados a escuchar notarían la poesía que el sacerdote le confirió a su discurso, prolongando alguna de sus intervenciones como si le estuvieran pagando por hora/trabajo.

Qué decir ya del salón donde un grupo numeroso pero exclusivo de invitados llegó a sobrecogerse ante la magnificencia de aquel sitio desconocido para su ortodoxa concepción del gusto; a preguntar inmediata y desatinadamente por la razón social del lugar, el nombre del administrador, los costos de arrendamiento o si el personal de servicio estaba incluido, admirados como estaban de esa arquitectura victoriana, de la distinción de su moblaje y la exquisitez de su cristalería. Ni siquiera la presencia de personalidades artísticas o políticas con fulgor propio opacaba el brillo natural de ese lugar mágico; por el contrario, se achicaban ante las graves y distinguidas resonancias de una cadencia suave y acariciante que de algún lugar emanaba, envolviendo a todos y todas en una atmósfera similar a la de los bailes de época.

Algo que todos resaltan en la narración del acontecimiento es el vals de los novios que parecían haber pagado clases particulares de baile exclusivamente para dicha representación y que sirvió de inicio a la participación de las parejas convidadas donde la gorda esposa de un ministro, con un traje de lentejuelas, daba la nota discordante.

De la delicadeza de los licores ni hablar; el surtido era casi insultante: whisky para los anglófilos, cognac para los francófilos, cerveza importada para los ordinarios, vinos y mistelas para las damas de edad, tragos largos para las jóvenes, refrescos extraños y de colores luminosos para los abstemios y claro, ineludiblemente la champaña, de la que si alguien hubiera sido un conocedor, seguramente habría dicho que era fina.

Para la cena ya cualquier adjetivo era pequeño. Huyendo de la vulgaridad del buffet donde los asistentes tienen que hacer humillantes y largas colas para recibir su ración, allí se habían instalado, en un salón contiguo, dos mesas largas cubiertas de una mantelería oscura y sobria en cuya cabecera se sentaron los anfitriones, invitando a los comensales a ocupar sus sitios respectivos, cada uno de ellos con una tarjeta donde figuraba el nombre de su ocupante.

Grácilmente los garzones se encargaron de acomodar a los comensales sin causar mayores confusiones; casi como en una danza, todos se desplazaron hasta sus lugares respectivos, admirando una escultura de hielo que representaba un amorcillo tocando una lira y que reflejaba los brillos del acero y la opacidad de la loza de color mate. Cuando todos estuvieron convenientemente ubicados, percibieron que sobre los platos, y debajo de una ramita de ilusión, destacaba un pequeño impreso con el menú de la noche:

CAMELOT

Banquete nupcial

MENÚ

Ensalada

Radiccchio y arúgula con tomates pluma

y musarella fresco en vinagreta balsámica.

Entree

Grand filet de salmón en salsa de champignones

Petit filet de pavita en salsa bechamel

Tallos frescos de espárrago y papas asadas

Panecillos surtidos

Postres

Savafin de frutas caribeñas

Selva negra con grand marnier y glassé de piña

Café, café descafeinado, cognac

Una vez distribuido todo, la gente apabullada no atinaba a servirse por temor al desliz o la patanería, todos espiaban disimuladamente a todos a fin de descubrir el rito inicial, la orden implícita, la batuta iniciática de aquella comilona legendaria.

Una suave melodía que provenía del salón contiguo, cadencia bolerística tocada en trompeta asordinada, destensó a los comensales que casi naturalmente se dedicaron a consumir las delicadezas de la mesa sin apenas incurrir en actos de glotonería, aunque no faltó el fulano que se hizo guardar una porción de algo en una caja, comentando por lo bajo con sus vecinos: para mi perro.

Luego del ritual de la torta, sin toda esa carga barroca de la que comúnmente viene acompañada, los novios se despidieron para perderse por los corredores del mismo edificio hacia una suite nupcial que estaba incluida en la oferta con el aditamento de un desayuno continental servido a las nueve de la mañana del día siguiente.

Como no pudo ser de otra manera, los participantes en ese magno acontecimiento salieron encantados, llevando entre sus abrigos y carteras pequeñas raterías como recuerdo de aquel lugar y aquel hecho maravilloso: mezcladores con los nombres de los contrayentes, trinchantes diminutos con mangos de hueso, servilletas de lino o vasitos de mondadientes con el logo del lugar.

El día siguiente sorprendió a los recién casados todavía envueltos en ese hálito de magia de la noche pasada. Sonrientes, y junto al desayuno, recibieron un canastón con frutas y dulces caseros, obsequio del administrador, que al despedirlos les entregaba una elegante tarjeta color borra de vino con miras a futuras celebraciones.

El flamante esposo pagó el total de la cuenta con un cheque verificando si le sobraba un saldo. Efectivamente le quedaron unos centavos sobre los cuales tendría que construir su futura, incierta, lejana fortuna. Griselda, que de perspicaz lo tenía todo, inmediatamente percibió que el marido tenía un leve gesto de preocupación, como si tardíamente hubiera reconocido que la pequeña fortuna invertida podía haber tenido un mejor destino.

Ella, acaso un poco más optimista que el marido, todavía tenía la esperanza en los regalos que esa gente elegante pudo haberle hecho y que se hallaban amontonados en la sala de la casa de sus padres.

Casi sin mediar ningún rito, conscientes ya de la gris realidad que pisaban, ambos se dedicaron a desempaquetar los presentes, a desenvolver la esperanza con los dedos temblorosos y la expectativa colgada de un hilo.

Encontraron de todo; en una caja primorosamente atada con encajes blancos hallaron una docena de frascos de mermelada, eso sí, perfectamente limpios; otro paquete de papel rosado les mostró un juego de veinte tazas coreanas con la insignia de un club de fútbol local; una caja grande les deparaba un basurero de plástico, y un sobre que sugería un regalo en efectivo tenía en su interior un par de entradas de cortesía para la presentación de un predicador metodista; dos juegos de sábanas de industria peruana; una alcancía de yeso con el lago de un banco que había quebrado; un juego de dominó; dos botellas de ron Cartavio en una caja de zapatos; una sopapa para el baño; un libro de recetas de cocina.

Conforme la torre de paquetes iba disminuyendo, las esperanzas de la pareja se fueron derrumbando estrepitosamente. En ese momento Griselda asumió el mismo gesto de fracaso que su marido tenía cuando dejaron el hotel y supo que esto era una premonición: que su vida en el futuro sería un completo desastre y que la única manera de evitarlo era recurriendo al suicidio.

Adolfo Cárdenas. La Paz. Narrador.

Fuente: LA PATRIA
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