En momentos en que Tiwanaku era asolado por las huestes invasoras que destruyeron aquella maravillosa comunidad de sacerdotes y sabios, una leyenda cuenta que la Virgen María estuvo de visita por estas tierras. Tras la huida a Egipto había perdido a su hijo y desesperada lo anduvo buscando por diversas partes del mundo, hasta que en última instancia se le ocurrió visitar los entonces desconocidos territorios de América. Según relatan algunos cronistas, entre ellos Ramos Gavilán y Antonio de la Calancha, la virgen apareció en Copacabana en momentos en que su hijo, luego de haber sido crucificado y echado a las aguas del Titicaca atado a una balsa de totora, iba a chocar contra un farallón.
Por su intercesión milagrosa, las rocas se abrieron dando origen a las aguas del río Desaguadero que comenzaron a correr y las multicolores aves del lago, entre celestes resplandores, desataron sus ligaduras y condujeron a Jesús ante su desconsolada Madre. La virgen pudo rescatar al hijo en momento preciso, de ahí que siglos más tarde aquel lugar gozaría de su predilección, edificando el Santuario de la virgen “india” o morena de Copacabana.
El hijo de la virgen, durante las dos décadas que se había ausentado del viejo continente, bajo el nombre de Thunupa (Señor, Sabio, Todopoderoso) y el renombre de Táapac (que quiere decir Hijo del Creador), anduvo predicando con su cruz a cuestas por diversas regiones del Nuevo Mundo, mencionando Calancha entre otros lugares Brasil, Paraguay, Chile, Tarija, Salinas, Santa Cruz de la Sierra, Chunchos, Cachapoyas, Frías, Gonzanama y Calongo.
El mismo fraile agustino, formula un extenso alegato contra los que niegan la prédica los evangelios de Cristo en tiempos precolombinos, porque "agravian a la misericordia y justicia de Dios, pues quieren para estas tierras la desdicha de no haberse la fe, cosa que los europeos no quisieran para sí, como si la predicación fuese parcial o se limitase la universal redención”.
Fue inmensa la dicha de la virgen al encontrar al hijo después de búsqueda tan prolongada, pero le partió el corazón escuchar las palabras con que el último emperador de la Ciudad Eterna se despedía de su hijo:
"Mi señor, si antes de tu partida me concedes la libertad de comparar mi dolor con el tuyo, veras que mi sufrimiento es mayor. Ya sé que a ti te crucificaron por el único delito de querer salvar a tu pueblo, y a mí solamente me privaron de mi reino; pero aunque eres hijo de Dios tú jamás tuviste un hijo, y yo tuve el tormento de perderlo. Mi primogénito era apenas un niño sano y juguetón, cuando segaron su vida paseando su cuerpito destrozado delante mío. En mi rostro recibí la lluvia de su sangre por quienes se ensañaban en herirlo sabiendo que ya no sentía dolor, para que el sufrimiento fuese únicamente mío.
…Cuando a ti te crucificaron en este mundo que mata a sus redentores, tuviste la dicha de saber que la misión encomendada por el Padre Celestial estaba cumplida, mientras que a mí me apartaron brutalmente del trono, sin que pueda salvar la vida de los míos ni de mis súbditos, y éste es un grado de martirio que tú no conociste. Adiós mi señor, y cuando Tú te acuerdes de mí, acuérdate también del sufrimiento de mi pueblo y del niño que he perdido por culpa de las hordas genocidas"…
Luego de escuchar al último monarca, el redentor andino le anunció que en represalia a los invasores convertiría a la capital ocupada de su imperio en piedra y a los intrusos en monolitos, y que antes de la madrugada sería sepultada la ciudad por el lodo y las aguas del lago. Entregando al último monarca y su esposa una vara de oro, les instruyó que partieran hacia las tierras situadas al norte y en el lugar donde se hundiera la vara establecieran un nuevo imperio. Se despidió con un abrazo del emperador prometiéndole que pasados los siglos Él retornaría en la alborada de una nueva era para continuar su prédica y brindar a los descendientes de sus súbditos el consuelo que tanto necesitaban...
Escuchando la Madre de los cielos, al presentir tal vez el martirio que su propio hijo iría a padecer poco después a la otra orilla del océano, no pudo contener un sollozo y los siete puñales que portaba su corazón, resplandecieron más que nunca con la luz de los siete colores de la Wiphala, la bandera de aquel imperio derruido. Y, a su vez, la virgen prometió a la pareja real que los hijos de sus descendientes recordarían a su niño a través de los tiempos; pero lo que jamás llegaría a sospechar en aquel anuncio es que siglos después se recordaría a su hijo personificado en el propio Niño de la virgen del Titicaca con rostro de niño andino y nombre: "Manuelito"...
Sus rasgos faciales fueron los mismos que tuviera su hijo y que hoy representan al niño común de los Andes: el mismo color cobrizo que del rostro de la "mamita" de Copacabana: pómulos salientes y chaposos, pelo lacio y negro, ojitos almendrados y una consistencia física robusta y fuerte. Luego, en otras comunidades y pueblos andinos lo vestirían con ponchos multicolores, lana de vicuñas y prendas color de la tierra; adornando su pesebre con piedras, pajabravas, musgo y otros elementos extraídos de la Madre Tierra; y a sus pies se depositarían figuritas de llamas, ovejas y aves de corral, rememorando la antigua costumbre imperial de llevar obsequios y regalos al nacimiento del primogénito del monarca.
...Por último, lo que nunca hubiera imaginado es que en todas las fiestas de la Navidad, como en los antiguos tiempos imperiales, su primogénito saldría llevado en andas a pasear por las calles y plazas, mientras otros niños de su raza, vestidos con atuendos multicolores lo festejarían con bombos, charangos y quenillas, entonando loas en su adoración: "Niño Manuelito/ que bonito sois..." (etc.)
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