La proximidad de la Navidad, el frustrado fin del mundo esotérico y el consejo (¡médico!) de escribir menos y soñar más me inducen a rescatar de mis antiguas (que no viejas) columnas una edificante leyenda de Navidad que hoy reproduzco, adaptada a la realidad de seis años después, como un mensaje de esperanza en estas fiestas, que desearía que perdurare a lo largo de todo el año.
En un bosque tropical crecían tres grandes árboles. Un día se pusieron a confesar sus ambiciones. El primero dijo: “Cuando sea grande, quisiera que de mi madera se haga un cofre que contenga los más valiosos tesoros del mundo, lo mejor de las joyas de los reyes de la tierra”.
El segundo, para no ser menos, reveló que su sueño era volverse el más imponente barco del mundo que llevaría por los mares a los más eminentes personajes de la época.
A su vez, el tercero dijo que prefería crecer tan alto como ningún otro árbol en la tierra y quedarse en ese bosque en la cima del monte, para que todo aquel que pasara por ahí admirara su belleza y glorificara a Dios.
Pasaron los años, hubo en ese bosque marchas previas y consultas póstumas, hasta que un día llegaron al bosque unos leñadores para acabar con la intangibilidad de los árboles y la dignidad de su gente. El primer árbol terminó en una carpintería de pueblo y con su tronco se hizo una batea para la comida de asnos, cerdos y vacas. Con la madera del segundo árbol se montó un barco, más bien modesto, para navegar, no en los mares, sino en un apacible lago de esa región. Finalmente del tercero, el más gallardo de los tres, se extrajeron unos listones que fueron almacenados en un depósito de la capital, a la espera de ser vendidos a algún aserradero de la región.
Algún tiempo después, en el establo donde se hallaba la batea hecha con la madera del primer árbol entró una pareja de migrantes, un hombre cansado y humillado, acompañado de su mujer embarazada que, esa misma noche, dio a luz a un niño y lo puso en la bandeja de madera, bajo el caliente aliento de un burrito y una vaca, que estaban ahí sin que se enterara Joseph Ratzinger.
Treinta años más tarde un Maestro caminaba a la orilla de un lago junto a sus discípulos, cuando decidieron salir mar adentro con el barco que fuera hecho del segundo árbol. Se desató una fuerte tempestad que puso a prueba la estructura de la modesta embarcación hasta que, ante un gesto del Maestro, se calmaron los vientos y amainaron las olas.
No habían transcurrido tres años que unos soldados fueron a sacar, de un depósito de la capital, unos listones de madera, olvidados ahí desde hacía muchos años. Con ellos armaron una cruz en la cual clavaron al Maestro inocente, recién condenado a ese suplicio. Así la cruz, hecha con la madera del orgulloso árbol, fue levantada en la cima de una loma calva, a la vista de todo caminante.
Sólo entonces entendieron los tres árboles que sus sueños se habían realizado, pero de una manera tan hermosa que nunca imaginaron: el humilde pesebre abrigó el tesoro más grande de la historia, el barco condujo a salvo al Maestro y sus discípulos en el lago y, finalmente, la cruz, hecha con la madera del tercer árbol, sigue elevada a la vista y adoración de los hombres desde donde sale el sol hasta su ocaso.
Como esos árboles, también Bolivia espera descubrir, en esta Navidad, de qué manera misteriosa realizará sus sueños más hermosos, con perseverancia y humildad, quieran o no quieran algunos que se creen poderosos.
Con los deseos de ¡Felices sueños de Navidad!, me despido hasta el año.
(*) Físico
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