Para ingresar a la celebración del misterio de la Encarnación del Señor en la Navidad, la liturgia orienta previamente nuestra mirada hacia la Virgen María, para entrar de la mano de la madre a la contemplación del Hijo.
La Virgen María es profundamente amada y venerada por todo el pueblo. Pero es siempre más necesario que nuestra devoción sea iluminada por la Palabra de Dios, que nos transmite el verdadero sentido de la misión de María en la vida de Jesús y en la fe de los creyentes.
Leemos en el evangelio de san Lucas 1, 39-45:
Durante su embarazo, María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Apenas ésta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su vientre, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: “¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme? Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi vientre. Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor”.
Después de haber manifestado su aceptación al ángel Gabriel, que le anunciaba que iba a ser la madre del Salvador, María no se cierra en la contemplación de su extraordinario privilegio: se pone en camino para visitar a su parienta Isabel.
Partió “sin demora”. Es la urgencia de ver y celebrar el “signo” que el Ángel le había revelado: “También tu parienta Isabel concibió un hijo a pesar de su vejez”. Y es sobre todo la urgencia de ponerse al servicio de Isabel, embarazada ya de seis meses, sin duda necesitada de ayuda. María, habitada por el hijo que crece en su vientre, lo lleva al encuentro de la vida que florece. No se hace sólo “servidora del Señor”, como se ha declarado, sino también servidora de los demás.
Lucas subraya esta actitud de María y la ofrece como modelo para la futura comunidad de los discípulos y discípulas de Jesús: serán seguidores de él, mirando a la madre y aprendiendo de ella la prontitud y generosidad en el servicio, y la escucha de la palabra de Dios.
En el relato del viaje, de Nazaret a Jerusalén, vemos que Lucas quiere transmitirnos la idea que María repite los detalles del traslado a Jerusalén del Arca de la antigua Alianza. En el Arca estaban contenidas las tablas de piedra de la Ley de Moisés; ahora en María embarazada, la nueva Arca, está contenido Jesús, el que sellará con su sangre la Alianza nueva y definitiva.
El encuentro de las dos madres está lleno de alegría, de gritos y cantos: celebran lo imposible hecho posible en sus vientres. Isabel era anciana y estéril, María era virgen: ahora las dos son madres, “porque no hay nada imposible para Dios”. Todo el mundo como desaparecido, está en silencio. Se oyen sólo las voces felices de las dos mujeres, mientras el niño que será Juan el Bautista, salta de alegría en el vientre de la madre. No aparecen ni sabios ni poderosos del mundo en este momento. La historia verdadera pasa por estas dos mujeres y los niños que llevan en sus vientres.
Isabel, profetisa “llena del Espíritu Santo”, representa la antigua Alianza, y reconoce en María, aurora de la nueva Alianza, la bendición de Dios. Dios es el Bendito, porque es el dador de la vida, de la fecundidad y la abundancia. María ha sido bendecida no sólo porque engendra vida, como todas las madres, sino porque engendra al mismo autor de la vida, Jesús. El saludo de Isabel a María queda integrado definitivamente en la oración de la comunidad cristiana: “¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre!”.
Isabel manifiesta su asombro por la visita de María: “¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme?”. Son las mismas palabras llenas de temor del rey David frente al Arca de la alianza: “¿Cómo va a venir a mi casa el Arca del Señor?”. María es proclamada por Isabel “la madre de mi Señor”, y Jesús ya es reconocido “el Señor”, en una confesión claramente mesiánica.
María ha creído en las promesas de Dios, como Abraham, el padre en la fe: ella ahora, la dichosa madre en la fe, es la destinataria de la primera bienaventuranza: “Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor”.
(*) Siervo de María
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